Luko Hilje Quirós es licenciado en Biología y doctor en Entomología, miembro de la Asamblea de
Fundadores del Instituto Nacional de Biodiversidad (INBio) y miembro honorario del Colegio de Ingenieros Agrónomos de Costa Rica. Es Profesor Emérito del Centro Agronómico Tropical de
Investigación y Enseñanza (CATIE), Turrialba, Costa Rica.
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El pasado enero apareció en el suplemento dominical Áncora (19-I-2020, p. 1-2), del diario La Nación, un extenso artículo intitulado Cinco residentes en la memoria de los ticos. Escrito por la periodista Doriam Díaz, alude a puntos urbanos cuyos nombres han pervivido solamente en el recuerdo de los ciudadanos, porque mutaron o desaparecieron desde hace muchos años pero, muy “a la tica”, los seguimos utilizando como referencias para dar direcciones. En efecto, ahí aparecen descritos e ilustrados con varias fotos la Botica Solera, el salón de baile La Galera, la pulpería La Luz, la casa de Matute Gómez y el higuerón de San Pedro de Montes de Oca. Nótese que este último, por ser un árbol, difiere por completo de los demás, que fueron o son inmuebles.
Ahora bien, que una especie arbórea se convierta en topónimo o en referente geográfico no es nada insólito en Costa Rica, ni tampoco en el cantón capitalino de San Pedro. De hecho, ahí mismo hasta hoy ha subsistido el nombre Los Yoses, alusivo al yos (Sapium glandulosum), para un barrio otrora aristocrático, de gran actividad comercial en la actualidad; por cierto, el yos, de la familia Euphorbiaceae, es pariente del caucho, la higuerilla y la yuca. Ignoro cuántos de esos árboles hubo inicialmente, pero lo cierto es que, como consecuencia del proceso de urbanización, desaparecieron todos.
Al respecto, no debe confundirse como si fuera un yos un inmenso higuerón —perteneciente a otra familia, Moraceae— que se erguía en el flanco sur de la ruta 2, frente al Apartotel Los Yoses, cerca de la actual Fuente de la Hispanidad. Tenía más de 30 metros de altura, su tronco era muy grueso y algo enmarañado, y sus ramas se extendían para formar una frondosa copa, debajo de la cual transitaban innumerables automóviles y autobuses, como los que, en nuestra época de estudiantes, nos transportaban todos los días desde el centro de la capital hasta la Universidad de Costa Rica. Según el amigo botánico Luis J. Poveda, en el punto ocupado por ese arbolón, en realidad había cinco especies entreveradas, pues el árbol principal, perteneciente a la especie Ficus yoponensis —una de nuestras pocas especies de vida libre—, había sido parasitado por sus congéneres Ficus trachelosyce, F. oerstediana, F. costaricana y F. jimenezii, todos parásitos.
Pero, bueno… ¿y qué decir del otro, del célebre higuerón de San Pedro? En realidad, también al costado sur de la misma ruta 2, pero unos 2 km al este, en el barrio La Granja hay una intersección rara, pues antes de desembocar en ella ahí confluyen las calles 69 y 71, formando una especie de punta o “cuña”. Como en nuestro país no solemos emplear la nomenclatura numérica oficial y ese punto es algo asimétrico, no es sencillo dar una dirección a partir de ahí. De modo que contar con un hito como un gran árbol es ideal, por práctico; y hasta con efecto doble, pues el higuerón de San Pedro incluso dio origen al nombre Servicentro El Higuerón a la estación de gasolina ahí existente.
Sin embargo, eso ocurrió ahí de manera más bien fortuita, pues la historia de ese higuerón (Figura 1) pareciera ser más antigua e intrigante de lo que uno podría imaginar a primera vista. En efecto, según Andrés Fernández, arquitecto e historiador de nuestras urbes —y así se consigna en el artículo en Áncora—, el higuerón original databa del siglo XIX, y desde entonces era un referente geográfico, pues cuando se viajaba en caballo o en carreta —y después en diligencia— de San José hacia Cartago, había que desviarse un poco de la ruta y tomar hacia la derecha, para vadear el cercano río Ocloro en un punto de menor relieve y más plano. Asimismo, ya en la época en que circulaba el tranvía josefino, el ramal de San Pedro corría a su costado, para culminar en la pulpería y cantina La Fuente, frente al actual centro comercial Muñoz y Nanne, unos 100 m al este del higuerón. Esto reforzó la noción de dicho árbol como hito geográfico.
Vistas completa y parcial del higuerón, en el decenio de 1980. Fuente: Internet.
Sin embargo, en realidad eso no fue así. Y no porque dude de los datos del amigo Andrés —siempre meticuloso y riguroso— en cuanto al higuerón como hito, sino en términos cronológicos. Me explico. Según el botánico Poveda, ese higuerón pertenecía a la especie Ficus jimenezii, especie muy común en el Valle Central. Ahora bien, si el árbol estaba ahí, por ejemplo desde mediados del siglo XIX, y era tan visible, hubiera sido lógico que de él recolectaran muestras de follaje y frutos algunos naturalistas que transitaron por ese camino, rumbo a Cartago. Uno de ellos fue el danés Anders Oersted, entre 1846 y 1847, y el otro fue el alemán Karl Hoffmann, entre 1854 y 1857, quien pasó varias veces por ahí, y también recolectó mucho en Curridabat y alrededores. Más específicamente, puesto que hay evidencias claras —en publicaciones científicas— de que Oersted en Costa Rica recolectó varias especies del género Ficus, es lógico suponer que hubiera tomado muestras de ese árbol tan llamativo, y lo hubiera descrito como una nueva especie. Pero no fue así.
Además, he averiguado en las bases de datos del Missouri Botanical Garden que quienes descubrieron la especie, en noviembre de 1910, fueron el botánico suizo Adolphe Tonduz y su discípulo Otón Jiménez Luthmer, en San José. Según Poveda, para entonces Jiménez —quien le narró esta anécdota—, a pesar de sus 15 años de edad, con frecuencia salía de gira con su mentor Tonduz. Ambos vivían en San Francisco de Guadalupe, y habían pasado innumerables veces frente a un higuerón localizado donde hoy está la Universidad Latinoamericana de Ciencia y Tecnología (ULACIT), pero un día que regresaban de una gira a la hacienda Nuestro Amo, en Alajuela, un hombre estaba descumbrando el higuerón. Al revisar ellos las ramas cortadas, notaron que algunos tenían frutillos —en realidad, infrutescencias o siconios—, lo que facilitaría su identificación. Las muestras permanecieron en el Museo Nacional, y en 1917 el especialista estadounidense Paul C. Standley —en un gesto muy bonito— la bautizaría como Ficus jimenezii en honor de Jiménez, a pesar de que éste era apenas un joven farmacéutico y botánico.
En síntesis, tiene poco sustento la afirmación de que el higuerón de San Pedro fuera tan viejo y tan perceptible. De ser así, es lógico suponer que Tonduz, quien permaneció en Costa Rica por más de 30 años —de 1888 a 1921—, lo hubiera visto y tomado muestras de él mucho antes.
En cuanto a su origen, tengo la impresión de que, como los higuerones eran comunes en predios agrícolas, ese fue un árbol que otrora sirvió como mojón o hito en alguna finca. Eso explicaría que fuera conservado en el curso del tiempo, además de que su frondosa copa podía servir de lugar de sesteo para los bueyes de las carretas que transportaban café desde Curridabat y Tres Ríos hacia Puntarenas. Además, el uso de árboles como referentes para delimitar propiedades era común en aquellas épocas.
Por ejemplo, en mis investigaciones para el libro Turrialba en la mirada de los viajeros, hallé un minucioso croquis del núcleo original del cantón, con fines catastrales —data de 1886 y fue elaborado por el agrimensor Francisco Gallardo Navarro—, en el cual aparecen dibujados un “gran higuerón”, un quizarrá y un laurel, así en secuencia, como referentes a lo largo del antiguo camino a Matina, cerca de La Domínica, en Turrialba (Figura 2). En cuanto al viejo higuerón de San Pedro, el punto que ocupaba fue parte de la finca El Retiro, de Francisco Montealegre, según lo indicaron algunos vecinos a la amiga periodista Sylvia Camaño Rencoret cuando el árbol sucumbió; además, calcularon su edad en 120-130 años, pero sin mayor fundamento. Intitulado Del antiguo higuerón…, con esta y otra información, Sylvia escribió un artículo de gran valor testimonial, aparecido en junio de 1991 en la revista Contrapunto, órgano del Sistema Nacional de Radio y Televisión (SINART).
En todo caso, el entrañable higuerón sí estuvo ahí por varios decenios. Asimismo, su importancia como hito incluso quedó vívidamente retratada en el bello poema Biografía del higuerón, de la célebre poetisa Julieta Dobles Izaguirre, oriunda de ahí.
En sus dos pasajes iniciales, dice así: “Había una vez un pueblo en los sueños del tiempo / como lo son primero todos, todos los pueblos, / y los hombres y árboles: una semilla apenas, / en el borde vibrante de los días y los años. / Y antes que el pueblo fuera, / ya el higuerón, maduro y espejeante, / marcaba los caminos, señalaba los rumbos, / soñaba las lloviznas hacia el norte, / y los soles al este, / albergaba viajeros y carretas, / manteados polvorientos de fatiga, / que sesteaban su sopor del cenit / en las sombras sonoras / de su copa, verde alero del viento. // El pueblo fue ciudad, la ciudad fue un destino, / que creció, adolescente, madurando despacio / al igual que el higuerón, / pivote solitario de los vientos. / ¡Cuántos pájaros entrecruzaron sus dos cielos! / ¡Cuánta luz veranera / Sus murmullos de clorofila cómplice! / Al higuerón llegaban, / incienso, polvo y música sagrada, / Las procesiones calurosas de marzo. / Del higuerón volvían / los angelitos sofocados, / jazminillos marchitos por el sol / en sus andas adornadas de uruca, / meciendo, rumbo a casa, sus alas de crepé. / Del higuerón salía la banda sampedreña, / con sus trompetas altas y brillantes, / y su tambor, sobreviviente de tantos golpes bajos”.
Ahora bien, hubo otro higuerón famoso, pero fue plantado de manera deliberada. En efecto, en el hermoso, evocativo y prolijo artículo Viejo higuerón: ¡Cuéntame tus historias olvidadas!, el amigo Sergio Orozco Abarca —filólogo y aficionado a la historia— rescata las numerosas y fascinantes anécdotas del inmenso higuerón que estuvo a la entrada de esa ciudad, frente al costado norte del Cementerio General de Cartago. Con fines conmemorativos, fue plantado pocos días antes de que, el 14 de mayo de 1857, se hiciera el recibimiento triunfal a las tropas cartaginesas que participaron en la Campaña Nacional, exactamente dos semanas después de la rendición del filibustero William Walker; fue una idea del destacado alcalde Agustín Solano Navarro, cuyos peones León Arias y Joaquín Acuña se encargaron de sembrarlo. Perteneciente a la especie Ficus tuerckheimii, ahí se mantuvo incólume por unos 125 años, hasta que, ya muy deteriorado, hubo que derribarlo. En su lugar, hoy se eleva un hijo suyo, sembrado el 11 de junio de 1982 por iniciativa del ciudadano Ricardo Solano Campos, bisnieto de don Agustín.
Para regresar al higuerón de San Pedro, su final fue congruente con el conmovedor título de la obra del dramaturgo español Alejandro Casona —que leyéramos en nuestros tiempos de estudiantes— y, sobre todo, con aquel breve diálogo en el que, ya hacia el final, la abuela sentencia: “Es el último día, Fernando. Que no me vean caída. Muerta por dentro, pero de pie. Como un árbol”. En efecto, como bien lo sintetizó Casona en el título Los árboles mueren de pie, agobiado por la senectud, pero soportando dignamente erguido el peso de los años, el viejo higuerón se desplomó un fatídico día. Fue la noche del domingo 12 de mayo de 1991, y lo hizo con tal benevolencia, que no causó daño alguno a personas, automóviles ni edificios. Para entonces ya estaba decrépito y casi desnudo de follaje (Figura 3). Con su muerte puso fin a su historia y se cerró una verdadera leyenda.
En un pasaje de la obra teatral de Casona, uno de sus personajes, Mauricio, le comenta a su esposa Isabel: “Mira ese jacarandá del jardín: hoy vale porque da flor y sombra, pero mañana, cuando se muera como mueren los árboles, en silencio y de pie, nadie volverá a acordarse de él”. En el caso del viejo higuerón, ya estaba sumido en la agonía. ¡Vaya uno a saber lo que sienten los árboles cuando intuyen su final! Pero en ese ineluctable trance, se sostenía cuanto podía, sobrellevando sus postrimeras fatigas en grave e íntimo silencio, apenas alterado por la casi imperceptible pulsación del débil fluir de savia por sus muy deteriorados conductos vasculares.
Su implacable final lo recogió Julieta en las siguientes palabras, tan certeras como hermosas: “Y una noche de lluvia, sin adiós y sin queja, / el abuelo higuerón se derrumbó entre cables / y pavimento y vidrios, desgarrado su tronco, / poderosa columna de raíces y brazos, / desgarrado su corazón de selva, / ante la hermana lluvia / que lo cubrió en húmedo homenaje, / mientras la oscuridad se hizo, / recuerdo de otras noches más serenas, / y una inútil sirena de emergencia ululó entre la noche, / ahuyentando a los tímidos espíritus del aire / que asisten a los árboles desgarrados de tiempo / en la noche incesante”.
Ahora bien, por fortuna, ante la ausencia del vetusto higuerón sí hubo preocupación, aunque quizás más por emblemático que por su condición de árbol, de ser viviente. Y fue así como, según se narra en el artículo en Áncora, tiempo después la Municipalidad de San Pedro tomó la loable iniciativa de sembrar un nuevo higuerón, pero “fue víctima del vandalismo: estaba pequeño y murió quemado entre la basura y el descuido en que se encontraba”. Asimismo, en dicho artículo se indica que “hubo otro —o varios— intento más”, para culminar expresando con satisfacción que “actualmente, el sitio muestra un saludable higuerón que fue iluminado durante las fiestas de fin de año”.
En efecto, en medio del tráfago de ese punto capitalino, maltratado por el hollín de las muflas, los ásperos ruidos de los motores y los pitazos de las inclementes bocinas, ahí se alza hoy, enhiesto y espléndido, un árbol proveniente de un potrero alajuelense, cuya historia pocos conocemos, y que deseo compartir aquí.
Recuerdo que en el año 2007, en una reunión de nuestro grupo cívico La Tertulia del 56 —las cuales tenían lugar en una sala de la Librería Universitaria—, apareció un hombre anciano, delgado, de pelo totalmente blanco y talante jovial, llamado Álvaro Chaves Arguedas (Figura 4). Se sumó al grupo gracias a una invitación del contertulio Carlos Manuel Campos Méndez, quien recién lo había conocido. Esa tarde-noche, don Álvaro nos narró el entusiasmo juvenil y la motivación, así como las peripecias, de un viaje ocurrido en 1940, cuando él y otros compañeros del Liceo de Costa Rica, con apenas 18 años de edad, habían sido llevados a Rivas, Nicaragua, por su profesor de quinto año. Se trataba nada menos que del eximio historiador don Rafael Obregón Loría, quien deseaba que los muchachos conocieran y entendieran a cabalidad, en el propio lugar de los acontecimientos, los pormenores de la célebre batalla del 11 de abril de 1856, contra el ejército filibustero de Walker.
Creo que nos acompañó una o dos veces más, y en una de esas ocasiones me quedé conversando con él, al final. La gran sorpresa fue que, al indagar sobre su origen, me contó que era ateniense y, al empezar a hacer conexiones entre apellidos y personas conocidas —¡mundo pequeño!—, resultó que era tío de Rafael Enrique Chaves Chaves, por entonces concuño mío y residente fuera del país.
Asimismo, cuando le comenté que yo era biólogo, me manifestó que, aunque dedicado a la venta de alimentos para animales en su negocio capitalino, él era un gran amante de la naturaleza. Tan es así, que de joven perteneció al Club de Montañeros de Costa Rica —en el que compartió y departió con los célebres escaladores Yehudi Monestel Arce y Mainrad Kokhemper Meza—, y conoce todos nuestros parques nacionales, incluyendo el de Chirripó, en la cúspide de nuestro país. Y fue en ese contexto que me contó la historia que hoy comparto con los lectores.
Este noble y educado hombre me dio varios datos, que de inmediato apunté, con la intención de un día escribir un artículo sobre el actual higuerón de San Pedro. Los guardé en mi computadora y, a raíz del artículo publicado en Áncora, pensé que era el momento de escribirlo pero, por más que los busqué, no los pude hallar. Sin embargo, Rafael me dio el teléfono de don Álvaro y en estos días pude conversar con él. Recién cumplidos los 97 años, pues nació el 26 de febrero de 1923, tiene una memoria impecable, y de inmediato me reiteró los datos que otrora me aportara.
En efecto, en una ocasión, a mediados de 2002, andaba en su natal Atenas, y al transitar por Turrúcares, se percató de que en un potrero al lado del camino, había un tronco viejo, del cual emergía un arbolito de higuerón, de unos 20 cm de altura. De inmediato pensó en que ese ejemplar podría ser un buen candidato para llenar el vacío que había dejado el árbol que quemaron en San Pedro. Lo recogió, y al retornar a su casa, en el barrio Los Yoses, lo sembró en una maceta, para poder cuidarlo debidamente mientras llegaba el momento de trasplantarlo.
Ciudadano responsable y de gran civismo, visitó la Municipalidad de San Pedro para comentarles acerca de su plan, y fue así como en mayo de 2003, junto con un jardinero de dicha entidad, fueron a trasplantar el arbolito. La preocupación de que algún vándalo lo arrancara o le hiciera daño no lo dejaba dormir tranquilo. A ese pesar se sumó el hecho de que, para el siguiente verano, como el arbolito estaba tan pequeño, había un gran riesgo de que muriera. Por tanto, a pesar de sus 80 años de edad, a menudo recogía agua en varios galones, se montaba en su carro y se trasladaba a regar a su amigo. Por fortuna, vendrían las primeras lluvias del año y nadie le hizo daño, y para la siguiente estación seca ya estaba suficientemente arraigado y robusto.
Tiempo después, a fines de setiembre de 2007, un día que andaba haciendo una diligencia por ahí visité el lugar para tomar algunas fotos, cuando ya tenía unos 3 m de altura, y se notaba lozano y pujante (Figura 5). Y así continuó, sin que nadie lo maltratara, al punto de que hoy, con 17 años de trasplantado, se ha convertido en un bellísimo árbol, de unos 15 m de altura, que continúa desarrollándose vigoroso. Libre del humo y el hollín de los carros —debido a la actual epidemia del coronavirus—, así como bañado por los primeros aguaceros de abril, hoy luce radiante y hermoso en una imagen que el amigo Fabián Pérez Tencio, fotógrafo profesional, captó en estos días para este artículo (Figura 6).
Según los botánicos Poveda y Quírico Jiménez, la especie no es la misma que la del antiguo higuerón, pues esta corresponde a Ficus obtusifolia. Sin embargo, esto no tiene mayor importancia, pues es tan higuerón como el legendario higuerón que lo antecedió.
Para concluir, sugiero que en el próximo Día del Árbol, que es el 15 de junio —esperamos que ya superada la epidemia viral que tanto nos acongoja— la Municipalidad de San Pedro le rinda un homenaje a don Álvaro, por su meritorio gesto.
Asimismo, de efectuarse en esa u otra fecha cercana, ojalá que en ese acto hubiera una nutrida concurrencia de niños de una o más escuelas del cantón, en cuyas manos queda la responsabilidad de que el arbolito que con tanto cariño y esmero él plantó y cuidó, se convierta en un árbol centenario, como está a punto se serlo el propio don Álvaro.
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11/04/2020
Una página olorosa a muerte
Y que alguien, transido de dolor, vació silencioso en ese trozo de papel, sin jamás imaginar que el profundamente angustioso gemido de su alma malherida tendría tanto eco como para resonar tan lacerantes, aún hoy.
Cuando, cuatro días después de la batalla de Rivas contra el ejército filibustero, el Dr. Karl Hoffmann preparó la lista de los heridos en nuestras filas —un total de 300, más unos 140 muertos—, quizás no aquilató del todo el imperecedero valor histórico que tendría dicho documento.
De hecho, algunos renombrados historiadores criticaron —pienso que con bastante razón— lo lacónico que fue el informe de guerra enviado desde el frente de batalla por don Juanito Mora —presidente nuestro y comandante del Ejército Expedicionario— a su ministro de Guerra y Hacienda Manuel José Carazo, mientras que resaltaron el documento de Hoffmann como el más prolijo de dicho episodio bélico.
He tenido la fortuna de sostener en mis manos los originales de ambos documentos, en el Archivo Nacional, al igual que otros igualmente impactantes, como aquel en el cual don Juanito comunica la muerte, debido al cólera, de su secretario personal Adolphe Marie y del valiente estratega militar Alexander von Bülow, aunque ahora se sabe que este último murió de disentería en Liberia. Lo cierto es que un inevitable escalofrío le recorre a uno el cuerpo, mientras discretamente le tiembla el pulso, de tanta emoción. ¡Documentos añosos, de inmenso valor testimonial, remitidos desde los escenarios de guerra, en medio de tanta tragedia y desolación!
Meticuloso como era él, en el documento suscrito por Hoffmann aparecen citados, uno por uno, los nombres de los 270 heridos que permanecían internados hasta el 15 de abril de 1856 en el llamado hospital de sangre —los otros 30 heridos estaban en varias casas—, que no era más que un improvisado albergue en la llamada casa de Maliaño, ubicada cuadra y media al noroeste de la plaza principal de la ciudad. Como buen alemán, al nombre de cada uno de ellos sumó su grado militar, su vecindario o lugar de origen, el tipo y lugar de la herida, así como la calidad o gravedad de ésta. Por ejemplo, me consta lo útil que fue esa lista al amigo historiador Raúl Arias para escribir sendos y notables libros sobre las acciones médicas en los campos de batalla y acerca de nuestros soldados en la Guerra Patria.
Encabezada por el capitán Juan Zamora, de Heredia —quien tenía una grave herida en el hombro—, y culminada por el sargento Ramón Rodríguez, de La Garita —con una leve herida en el pie—, esa lista es un crudo inventario de dolor y de sangre.
Cabe indicar que el segundo de la lista era el primer teniente Luis Pacheco Bertora, originario de San José, aunque vivía en Cartago, y que su estado era grave, tras recibir dos balazos en el pecho y uno en el hombro. ¡Y no era para menos! Él fue el primero en ofrecerse para incendiar el mesón en el que se albergaba William Walker con su Estado Mayor y numerosos filibusteros, y el único sobreviviente de tan riesgosa aventura, pues tras él caerían el nicaragüense Joaquín Rosales y el erizo Juan Santamaría, quien sí lograría su cometido.
De impecable caligrafía, se ha insinuado que esa lista fue escrita por nuestra heroína Pancha Carrasco —de quien se dice que fungió como enfermera durante la batalla—, pero hoy sabemos de manera fehaciente que ella no sabía leer ni escribir. Y, observándola con detenimiento, aunque guarde similitud en ciertos trazos, tampoco corresponde a la letra de Hoffmann, quien sí rubricó la lista, en su condición de Cirujano Mayor del ejército.
Mi hipótesis es que, como en esa época pocas personas sabían escribir y leer, lo hizo alguno de sus colaboradores inmediatos, como el ayudante de enfermería Carlos F. Moya, o quizás su paisano y también ayudante Rodolfo Quehl, aunque en un documento suscrito por éste he detectado notorias diferencias en la caligrafía. En fin, ¡quién sabe!
Escrita en diez folios dobles, de un grueso papel celeste impreso con una especie de sello de agua grande en el centro —sin relación aparente con los emblemas oficiales de nuestro ejército—, esa lista es realmente conmovedora y provoca un profundo sobrecogimiento, pues cada uno de esos nombres de compatriotas o de generosos extranjeros, encarna un drama personal único dentro de lo que fue nuestra máxima gesta libertaria. Pero, si el dolor de esos seres concretos, de carne y hueso —y cada uno con su propia travesía vital recorrida a su manera—, es de por sí impactante, debo confesar que el clímax del estremecimiento me lo causó la página final, un tal folio 11, de tonalidad un poco más oscura, y ajena al cuerpo del documento.
Y no tendría mayor importancia que hubiera una página demás, impar, si no fuera por lo que dice. Se trata de una página sobrante, en la que varias personas, pues en ella se mezclan dos o tres tipos de caligrafías, realmente hermosas (¡vaya uno a saber de quiénes!, aunque ninguna es la de don Juanito), descargaron en sugestivas frases truncas, garabatos o tachones, el júbilo o la pena del momento. ¿Serían escritas en la propia Rivas, o en alguna oficina gubernamental de San José?
Ahí, tras la exaltación inicial “Gloria al Excelentísimo Juan Rafael Mora”, renglones más abajo aparece la frase “Mientras Dios nos favorezca triunfaremos”, y aún más abajo se lee “Juan Rafael Mora. En estos momentos acaba de llegar el parte de que el general”. Frase trunca, sin saberse si desemboca en muerte o en victoria. ¿Cuál de nuestros generales sería? Y…, ¿qué le ocurriría?
Más adelante aparecen expresiones sueltas, como “amig”, en clara alusión a la palabra amigos, así como “Hipp”, sin relación alguna con Rivas pero sí con Punta Hipp o La Trinidad, en la confluencia de los ríos Sarapiquí y San Juan, y donde en la segunda etapa de la Campaña Nacional se libraría una terrible batalla para nuestras tropas, luego de una primera exitosa ahí mismo. Y también, tachado, el apellido “Schlessinger”, correspondiente al prepotente coronel húngaro Louis Schlessinger, quien dirigiera la invasión filibustera a Santa Rosa y de donde saliera vergonzosamente derrotado por nuestras gallardas tropas.
¡Rara mezcla de expresiones y de nombres, en esa curiosa página zonta! Pero me electrizó aún más esta sentencia, que está pocos renglones abajo: “La muerte está pintada en todas”, la cual aparece tachada. Pero, como en una especie de refrendo, alguien más anotó al lado: “La muerte muerte está pintada”, y también la tachó. Interpreto que quisieron decir “La muerte está pintada en todas partes”, quizás cuando ya el cólera —que empezó a causar estragos el 20 de abril— estaba aniquilando a nuestras tropas. Y, después, más expresiones inconexas o inconclusas, como: “Gloria a Costa Rica”, “Gloria al al”, “Pero nuestro triun”.
¿Por qué escribir tantas incoherencias al final de un documento de carácter oficial? ¡Quién sabe! Yo imagino a una o dos personas —quizás en días separados, pero igualmente conmovidas— no trazando palabras al desgaire, sino descargando en esa especie de improvisado ritual catártico frente al papel todo ese crudo e implacable cúmulo de dolor, para así exorcizarlo.
Y, aunque estilísticamente no se trate de literatura formal, siento que la frase “La muerte está pintada en todas [partes]”, tiene gran fuerza poética. Inevitablemente me llevó por los arcanos de la memoria a evocar aquel Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, lúgubre poema de tarde de toros en el que Federico García Lorca nos dijo con hondura lírica: “Eran las cinco en punto de la tarde. / Un niño trajo la blanca sábana / a las cinco de la tarde. / Una espuerta de cal ya prevenida / a las cinco de la tarde. / Lo demás era muerte y solo muerte / a las cinco de la tarde”.
Sí. Muerte y solo muerte, exactamente. Palabras y frases sueltas, dispersas o erráticas, no para aludir poéticamente a la parca —a esa muerte que de manera ineluctable deberá llegar un día—, sino desesperadas y desgarradoras, ante la descarnada brutalidad de su expresión multitudinaria entre la pólvora, las bayonetas y los sables, en las polvorientas calles de Rivas.
Y que alguien, transido de dolor, vació silencioso en ese trozo de papel, sin jamás imaginar que el profundamente angustioso gemido de su alma malherida tendría tanto eco como para resonar tan lacerantes, aún hoy.
En Tribuna Democrática, 16-IV-2008
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25/03/2020
¡Buenas noches, queridos amigos! Desde que por vez primera me topé con el título “Ojos de otro mirar”, poemario del admirado escritor mexicano Homero Arijdis, me gustó mucho, pues puede significar o evocar diferentes cosas, todas gratas. Y ha venido a mi mente --y sobre todo a mi corazón-- esta noche, cuando buscaba en internet unas piezas musicales del gran Astor Piazzolla.
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10/03/2020
Ya se van a cumplir 16 años de que escribiera el siguiente artículo, publicado en el diario La República el 12 de mayo de 2004, y que intitulé Tributos a Adelaida Chaverri. Me parece pertinente compartirlo en esta importante ceremonia de hoy, y dice así:
“Poco después de su muerte, acaecida el 20 de setiembre de 2003, en estas mismas páginas dediqué unas palabras a la colega y amiga Adelaida Chaverri. Siempre la supe querida y admirada por mucha gente, pero no imaginé que se le rendirían tributos tan significativos como los que hoy quiero destacar aquí, los cuales son más que elocuentes de la gratitud hacia ella.
En primer lugar, en la tarde del 23 de octubre, en un cálido convivio lleno de evocaciones por parte de numerosos amigos, sus hijos Catalina y Andrés develaron su retrato en la sala José Tosi, del Centro Científico Tropical (CCT), del cual ella fue miembro muy activa. El amigo Alfonso Mata Jiménez, promotor de este homenaje, hizo una bella recopilación de textos y fotos, como un recuerdo imperecedero para quienes tanto la valoramos y quisimos. Asimismo, el 30 de octubre, en la celebración del 30 aniversario de la fundación de la Reserva Biológica Bosque Nuboso Monteverde, se bautizó con su nombre el sector superior del sendero La Ventana.
Apenas un mes después, en los jardines de la Escuela de Ciencias Ambientales de la Universidad Nacional (UNA), en un también cálido homenaje se plantó un arbolito de una especie de encino (Quercus oocarpa), pues ella dedicó gran parte de su carrera a estudiar los encinares o robledales de las montañas altas de nuestro país. Las hermosas palabras inscritas en la placa que acompaña al árbol hablan por sí mismas: “Este roble encino está dedicado a la memoria de Adelaida Chaverri Polini. Su longevidad representa la trascendencia de la obra heredada por ella”.
Para esa misma fecha, en el programa Panorama, transmitido en cadena a todo el país por la Cámara Nacional de Radio (CANARA), se hizo una síntesis de la detallada biografía preparada por Maarten Kappelle y Antoine Cleef, cómplices científicos de Adelaida en la aventura de estudiar la vegetación de las montañas altas, y sobre todo de ese enigmático e insondable Chirripó.
Y, comenzando este año, apareció el tercer volumen del libro Árboles de Costa Rica —escrito por Nelson Zamora, Quírico Jiménez y Luis J. Poveda, y coeditado por el Instituto Nacional de Biodiversidad (INBio), el CCT y Conservación Internacional—, dedicado a ella, con estas palabras: “Para Adelaida Chaverri Polini. Amante de los árboles de nuestros bosques y luchadora tenaz e incansable por su conservación. Que la sombra de los viejos robles de Talamanca que hoy te extrañan, te acompañe y proteja siempre”.
Por último, hace pocas semanas Adelaida ingresó a la Galería de la Mujer, siendo la décima mujer en recibir tal distinción, la cual se otorga anualmente como un reconocimiento a las costarricenses que han contribuido al mejoramiento de la calidad de vida de las mujeres, así como a la eliminación de la subordinación y discriminación en su contra. Por eso el 23 de abril, mientras se develaba su retrato en el Instituto Nacional de la Mujer (INAMU) y escuchaba las atinadas y tiernas palabras de su hermana Irene y de las miembros de la Comisión que le asignó el galardón, se ampliaron mis apreciaciones sobre ella.
Sí, porque además de todos sus merecimientos como investigadora y profesora universitaria, sus aportes al conservacionismo y sus logros como destacada atleta y madre ejemplar, me percaté de esa impronta profunda e indeleble que dejó, al abrir brecha en el mundo tan masculino y patriarcal de las ciencias fácticas. Entonces la evoqué de nuevo escalando hasta los 3820 metros de su amado Chirripó con cinco meses de embarazo y, otras veces, a pesar del cáncer que tanto la desgastaba.
Y, con mis ojos húmedos y el cuerpo galvanizado por la emoción de compartir esos momentos con sus queridos hermanos y su anciano padre, en una sala llena de valientes mujeres que hoy luchan contra tanta lacra machista, me pregunté en silencio: ¿sexo débil? ¿Cuál, Adelaida? ¿Cuál?”.
Hoy me regocijo de este muy merecido homenaje, emprendido por Correos de Costa Rica (CORTEL) y secundado por la UNA, a propósito del Día Internacional de la Mujer. Gracias a él, con singulares pero complementarios sellos postales conmemorativos, sobria y bellamente diseñados, circularán por el mundo las efigies de Adelaida y otras dos notables mujeres, doña Hilda Chen-Apuy Espinoza y Mireya Barboza Mesén, a quienes conocí de vista pero no tuve el honor de tratar.
Y deseo aprovechar esta ocasión para mencionar cuatro cuestiones que me parecen importantes.
Una es que hace exactamente tres años, para inaugurar la sección de Biografías de la Revista de Ciencias Ambientales, de la UNA, publiqué un amplio artículo intitulado Adelaida Chaverri: la primera naturalista y conservacionista costarricense. Porque ella tuvo ese doble mérito: ser la primera mujer que, a pesar de ser una reconocida matemática, se dejó cautivar por nuestra naturaleza, al punto de convertirse tanto en su estudiosa como en su tuteladora.
De ello da fe —y esa es la segunda cuestión— la dedicatoria del libro Páramos de Costa Rica, editado por Maarten Kappelle y Sally Horn, publicado por el INBio y aparecido en 2008, que dice así: “A la memoria de nuestra colega y compañera Adelaida Chaverri Polini (1947-2003), coautora de tres capítulos de este libro, investigadora pionera de los páramos costarricenses y quien con una gran visión propuso la creación del Parque Nacional Chirripó, el área silvestre protegida con la mayor extensión de páramo en Costa Rica”.
En tercer lugar, gracias a los denodados esfuerzos de su entrañable amigo, el ya citado maestro y colega conservacionista Alfonso Mata, se logró la publicación póstuma del libro Historia natural del Parque Nacional Chirripó, Costa Rica, también por parte del INBio, y que vería la luz en 2008. Al final del libro, Adelaida escribió lo siguiente: “En este lugar, la naturaleza, en lucha con la entropía universal, ha construido un equilibrio vivo particularmente frágil. Solo la unión de todos los que lo amamos logrará la conservación de sus bellezas y su completa recuperación, tal y como fueron vistas por los primeros visitantes de estas cimas, mujeres y hombres indígenas, de tez bronceada y cuerpos ágiles, cuyas mentes entendieron mucho más rápidamente y mejor que nosotros las interrelaciones naturales entre los seres y su ambiente, en lo que es hoy el Parque Nacional Chirripó”.
Y, en conexión con esto —y como cuarta y última cuestión—, deseo darles la noticia de que, por fin, este año esperamos concretar el largamente acariciado anhelo de que uno de los cerros de esos mágicos parajes sea bautizado como Cerro Adelaida, para que, tan eternos como esas inmemoriales cumbres, nada, absolutamente nada, pueda borrar su legado y su memoria.
(*) Luko Hilje Quirós
(luko@ice.co.cr)
https://www.elpais.cr/2020/03/09/un-tributo-a-adelaida-chaverri-en-el-dia-internacional-de-la-mujer/
-
13/01/2020
https://mail.google.com/mail/u/0/#inbox/FMfcgxwGCkkFBFnHZPmqRTCbnDWlrnGX?projector=1&messagePartId=0.1
Centro Agronómico Tropical de Investigación y Enseñanza (CATIE), Costa Rica
luko@ice.co.cr
Recibido: 29-07-2019
Aprobado: 16-09-2019
RESUMEN
Aunque la colonia croata en Costa Rica siempre ha sido muy
pequeña, este país incluso tuvo un presidente de la República de
ancestros croatas, Francisco Orlich Bolmarcich (1962-1966). Hasta
ahora se ha creído que fue su abuelo, Francisco Orlich Zic, el primer
croata en establecerse en el país. Sin embargo, con base en varios
documentos históricos fehacientes, en este artículo se demuestra
que más bien lo fue Juan Orlich Sparosich, quien arribó en 1866, y
que, sin ser pariente del primero, lo trajo a Costa Rica en 1873 o
1874. Radicado en Cartago, Juan se dedicó a la cantería primero,
así como después al comercio y la agricultura, y también hizo
posible que en 1874 vinieran Nicolás Miguel Ivankovich
Trojanovich y un miembro de la familia Domijan (Domián) Kruzich;
aunque este último retornó a Croacia, después llegarían sus
hermanos Domingo y Lorenzo. En consecuencia, estas son las
estirpes croatas con más descendientes en Costa Rica.
Palabras clave: Costa Rica; inmigración; Croacia; Imperio Austro-Húngaro; siglo XIX.
ABSTRACT
Even though the Croat colony in Costa Rica has always been very small, this country appointed as its
president a citizen of Croatian ancestors, Francisco Orlich Bolmarcich (1962-1966). So far, it was thought
that his grandfather, Francisco Orlich Zic, was the first Croat to become established in this country.
Nevertheless, based upon several reliable historical documents, in this paper it is demonstrated that it was
Juan Orlich Sparosich the first one to do so, when he arrived in 1866. Despite not being a relative of
Francisco, he brought him to Costa Rica in 1873 or 1874. While living in Cartago, where he was devoted
first to masonry and later to commerce and agriculture, Juan also made it possible for Nicolás Miguel
Ivankovich Trojanovich a member of the Domijan (Domián) Kruzich family; even though the latter returned
to Croatia, his brothers Domingo and Lorenzo arrived later on. As expected, these are the Croatian lineages
with more descendants in Costa Rica.
Keywords: Costa Rica; immigration; Croatia; Austro-Hungarian Empire; XIX Century.
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Introducción
Los croatas establecidos en Costa Rica han sido muy pocos a lo largo de la
historia, y casi todos arribaron de manera individual. Aunque algunos
permanecieron poco tiempo, la mayoría de ellos se asentaron aquí para el resto
de sus vidas, y hoy sus restos permanecen en varios de nuestros cementerios.
Por lo general llegaron solteros, pero lograron fundar familias en el territorio
nacional, ya fuera con mujeres costarricenses o extranjeras.
Es oportuno mencionar que Croacia, al igual que la mayor parte de los países
que conformaron la antigua Yugoeslavia (Bosnia-Herzergovina, Eslovenia,
Macedonia, Montenegro y Serbia), pertenecieron otrora al Imperio Austro-
Húngaro, por lo que durante muchos años a los pioneros llegados a Costa Rica
—aunque nacidos en el actual territorio de Croacia—, oficialmente se les
consideraba como de nacionalidad austríaca. Asimismo, en épocas posteriores,
en sus documentos personales se les consignaba como dálmatas, yugoeslavos
o croatas.
Además, es pertinente indicar que muchos de los croatas llegados a América
Latina provenían de algunas de las más de 1200 islas e islotes que existen en el
mar Adriático (Bezić, 2016). Es por ello que, como una gran parte de la costa
croata y las islas pertenecieron al Reino de Venecia por varios siglos, la
toponimia correspondió a nombres italianos, y esto explica que los nombres de
algunas islas citadas en documentos históricos no necesariamente equivalgan a
los actuales.
Un croata de apellido Orlich
El primer croata que vivió en Costa Rica se apellidaba Orlich, y así lo aprendimos
en nuestro hogar, imaginando que se trataba del ancestro de Francisco José
(Chico) Orlich Bolmarcich (Figura 1A), presidente de la República entre 1962 y
1966; de hecho, así consta en Wikipedia de manera errónea, como se verá
pronto. Por cierto, con Chico hubo una cercana relación en nuestra familia —al
punto de que le llamábamos así, y no don Chico—, pues se casó con Marita
Camacho Quirós, hija de Zeneida Quirós Quirós, quien era hermana de nuestra
madre Carmen Quirós Rodríguez por vía paterna; además, nuestro tío Ricardo
tuvo una finca en sociedad con él, ubicada en La Fortuna de San Carlos,
denominada La Orquídea.
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Cabe hacer una digresión para acotar que aunque ambos apellidos de Chico
son croatas, él tenía más genes croatas por vía materna que por la paterna. Su
abuelo Francisco (Figura 1B) nació en una de las islas del mar Adriático, pero en
Costa Rica contrajo nupcias con la ramonense Francisca Zamora Salazar, con
quien procreó seis varones y dos mujeres; su nombre de pila era Franjo (Frane)
Orlić Žic, y en la cédula de identidad él consignó como Zic su segundo apellido.
José, el mayor de su prole, tuvo la oportunidad de estudiar en Feldkirch, Austria,
gracias a lo cual conoció y se casó la croata Georgina Bolmarcich Lemerich. Es
decir, al igual que sus otros cuatro hermanos varones (Cornelio, Antonio, Jorge
y José Luis) y sus hermanas Amalia y María, Chico era hijo de un croatico o
ticroata —como solemos denominar a los descendientes costarricenses de
ancestros croatas— y una croata de nacimiento.
Figura 1. Francisco Orlich Bolmarcich (A) y Francisco Orlich Zic (B).
Hasta hace unos años todo estaba claro en nuestra mente, pero el panorama se
empezó a nublar cuando —en investigaciones históricas realizadas con otros
fines— nos topamos con reiteradas menciones en la prensa de un individuo
llamado Juan Orlich, a partir de 1869. No le dimos mayor importancia al caso,
pues pensamos que el patriarca se llamaba Juan Francisco o Francisco Juan, y
dejamos el asunto ahí. Sin embargo, en años recientes, en una detallada
Fuente: Internet Fuente: Libro Azul
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genealogía de la familia Orlich (de La Goublaye de Ménorval, 2010) se capta que
Juan y Francisco eran personas distintas. Aún más, ni siquiera se tiene certeza
de que fueran parientes cercanos, lo cual tornó esta cuestión en enigmática, así
como en un provocador acertijo.
Por tanto, lo que nos proponemos hacer aquí es resumir y narrar lo que hemos
podido hallar en la prensa y en unos pocos documentos más —es decir, no es
una investigación exhaustiva—, para tratar de establecer el posible tipo de
vínculos que hubo entre esos dos compatriotas, e incluso clarificar si los
centenares de personas apellidadas Orlich en Costa Rica provienen de uno o
dos ancestros.
Tras la pista de Juan Orlich
En relación con nuestras pesquisas sobre Juan Orlich (Figura 2A-2B), hay tres
valiosos datos en su expediente matrimonial, fechado el 22 de marzo de 1869.
Ahí se consigna que era austríaco, que tenía 32 años de edad —es decir, nacido
cerca de 1837—, y que arribó a Costa Rica tres años antes, es decir, en 1866.
Figura 2. Juan Orlich Sparosich (A), y su firma en dos épocas (B).
Foto: Cortesía de David Orlich.
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Además, él indica que no podía presentar su partida de bautismo por habérsele
extraviado, pero que contaba con dos personas que podían atestiguar acerca
de “mi cristiandad y libertad de culto”. También solicitaba que lo dispensaran de
“las amonestaciones que debieran proceder, por el natural rubor de mi
pretendida” —como se estilaba decir en aquella época—, y que ojalá el enlace
pudiera concretarse a la mayor brevedad posible; es decir, que lo eximieran de
las amonestaciones o anuncios públicos que preceden a una boda católica, en
los que cualquier feligrés puede presentar evidencias de algún obstáculo para
la consumación del acto matrimonial.
Establecido durante esos tres años en San José, la capital, se ignora lo que hizo
desde su llegada hasta mediados de 1869, que fue cuando apareció su primer
anuncio en el diario oficial, fechado el 31 de julio de 1869 (La Gaceta, No. 31, p.
8). En él expresaba que quienes “necesiten alguna obra fina u ordinaria en
piedra de granito” podían buscarlo en un hotel en Cartago, “en donde se les
dará razón del artista, con quien pueden arreglar a precios muy moderados”
(Figura 3). El hecho de que este fuera su primer anuncio, y que diera como
referencia un hotel otrora perteneciente a un hombre de apellido Durando
[¿Durán?], sugiere que venía llegando al país y estaba hospedado ahí. Sin
embargo, esto no es cierto, pues para entonces ya estaba casado con una
cartaginesa, e incluso residía en esa ciudad.
Figura 3. Orlich como cantero.
Fuente: La Gaceta, 31 de julio de 1869.
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En la constancia de matrimonio, efectuado en Cartago, se indica que contrajo
nupcias el 12 de mayo anterior, con Jacinta Jiménez Lara, hija de Carlos Jiménez
y Jacoba Lara, esta última por entonces fallecida. Fueron bendecidos por el cura
Manuel de Jesús Piedra Alfaro.
Sin embargo, pareciera que hubo un error con el apellido Lara, a juzgar por dos
fuentes muy confiables. En efecto, tanto en la obra Genealogías de Cartago hasta
1850, de monseñor Víctor Manuel Sanabria, como en Matrimonios de Cartago
(2002), del genealogista Ramón Villegas Palma, se cita a una joven llamada
Jacinta como parte de la numerosa prole de Nicolás Carlos Jiménez Mora y
María Jacoba Sáenz Madriz, quienes se casaron el 11 de enero de 1825. La prole
estaba conformada por Atanasio Francisco de Paula, Juana de Dios, Nicolás,
Simona de Jesús, Ramona María, Jacinta, Carlos de Jesús y María Jacoba; a ellos
se sumaban cuatro niñas bautizadas como María Josefa, nacidas en 1837, 1839,
1841 y 1846, lo cual sugiere que morían infantes y entonces sus padres repetían
su nombre.
Además, en la constancia de matrimonio se especifica que Juan era hijo de
Mateo Orlich y María Sparosich, oriundos de la isla de Viello; en realidad, ese
nombre fue mal escuchado y escrito, y debe corresponder a Veglio, que es la
denominación italiana de Krk, según nos lo aclaró la historiadora Branka Bezić.
En cuanto a su segundo apellido, cabe aclarar que aunque la caligrafía sugiere
que era Sfrarozé, y así lo consignó de La Goublaye de Ménorval (2010) de
manera errónea, era Sparosic (Sparosić o Sparosich). Así consta en un
documento de su mortual, suscrito por el abogado Ascensión Esquivel Ibarra —
futuro presidente de la República—, por entonces abogado de la empresa
Hipólito Tournón & Co., a quien al morir Orlich le adeudaba una importante
suma de dinero.
Cabe acotar que sus testigos de boda fueron Fernando Fernández y Pedro
Gagini Traversa —padre del célebre escritor Carlos Gagini Chavarría—, quien era
un reconocido constructor italiano que realizó obras tanto privadas como para
el gobierno; incluso fue director de Obras Públicas en 1869 (Bariatti, 2001). La
cercanía con este europeo podría explicarse porque quizás trabajó con él
previamente en la capital, tal y como lo sugiere el hecho de que tenían tres años
de conocerse, como afirma Gagini en el expediente matrimonial de Orlich.
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Ahora bien, para los convencionalismos sociales de entonces, Orlich era un
solterón de 32 años, lo que hace suponer que ya había recorrido mundo antes
de recalar en nuestro país. En relación con Jacinta, nació el 13 de setiembre de
1842, de modo que tenía 26 años en el momento de casarse, una edad bastante
atípica en aquella época. Pero, en el caso de Juan, ¿por qué elegir Costa Rica,
un país pequeño y de escasas oportunidades laborales?
Según Bezić (2016), fueron EE.UU., Argentina y Chile los países que acogieron
más croatas hacia el final del siglo XIX; asimismo, en el caso de Argentina, la
mayoría de los inmigrantes croatas provenían de las islas del Adriático. No
obstante, dicha autora aclara que ya desde el siglo XVI Perú fue el primer país
sudamericano en el que radicaron croatas, y que el primero de los inmigrantes
fue Basilije Basiljević, un noble de Dubrovnik atraído por la mítica historia de El
Dorado. En el caso de Orlich, es muy poco probable que viniera directamente a
Costa Rica. A falta de información, cabe suponer que estuvo primero en América
del Sur, donde pudo aprender español, pero quizás no le fue tan bien como para
establecerse allá.
De cantero a comerciante y agricultor
Los pocos datos disponibles permiten conjeturar que el laborioso Orlich se fue
labrando el reconocimiento como hábil cantero o artesano de la piedra, tanto
en la capital como en Cartago, quizás con trabajos de poca cuantía inicialmente;
ello podría explicar que no nos fuera posible detectar noticias de él entre 1866
y 1871. Sin embargo, a mediados de 1872 fue contratado por la Municipalidad
de Cartago para construir la hermosa pila de la Plaza Principal (Figura 4), cuya
fuente sería traída de Inglaterra (Orozco, 2016); además, dicho autor supone
que Orlich también construyó las pilas de las plazas de San Nicolás Tolentino y
de La Soledad, ambas en Cartago.
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Figura 4. Pila de la Plaza Principal de Cartago.
Nótense las torres de la iglesia de San Francisco, destruida por el terremoto de 1910.
Fuente: Archivo Nacional (Cortesía de Sergio Orozco).
Asimismo, en un informe de noviembre de 1872 (La Gaceta, 2-XII-1872, No. 47,
p. 1), se indica que él dirigió los trabajos de albañilería para erigir los bastiones
de “los puentes de los tres ríos en la villa de la Unión”, vale decir, el Tiribí, el
Torres o Las Cruces, y el Chiquito, que le confieren el nombre de Tres Ríos a ese
cantón de Cartago. Dicho informe fue suscrito por el ingeniero mexicano Ángel
Miguel Velázquez Rigoni, quien deja constancia de la destreza con la que Orlich
efectuó su labor, y subraya que no obtuvo mayores utilidades como contratista
debido a varios gastos imprevistos asociados con la complejidad de la obra,
sobre todo en el puente de Las Cruces. A mediados del año siguiente, Velázquez
expresaría que “los trabajos son esmerados y de gran solidez” (La Gaceta, 26-
VII-1873, No. 36, p. 2).
Es de suponer que poco a poco Orlich ahorró una buena suma de dinero para
financiarse un prolongado viaje al exterior. Esto se colige de un anuncio de fines
de mayo de 1873 (La Gaceta, 6-VI-1873, No. 29, p. 8), en el cual manifiesta que
se ausentará de Costa Rica, y que deja sus bienes en custodia del cura Joaquín
Alvarado Ruiz, a la vez que nombra al abogado Benjamín Herrera como su
“apoderado general para asuntos judiciales”. Tenemos la hipótesis de que se
dirigió a Croacia, como lo argumentaremos pronto.
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De ahí en adelante no hay más información, sino hasta inicios de octubre de ese
año, pues entre los pasajeros del vapor Honduras, procedente de Panamá,
figuraba uno denominado Juan Orlulí (La Gaceta, 11-X-1873, No. 47, p. 3); es
muy posible que fuera él, dado que los errores con nombres extranjeros eran
bastante frecuentes en las listas de pasajeros, por lo complejo de su escritura, y
porque además dichas nóminas eran confeccionadas a mano. Cabe acotar que
para entonces había barcos que anclaban en Colón, de donde se cruzaba por
tren el territorio panameño, para después tomar algún vapor perteneciente a la
empresa Mala del Pacífico y trasladarse a alguno de los puertos
centroamericanos, entre los que se incluía Puntarenas.
Poco tiempo después Orlich daba una gran sorpresa, al convertirse en
comerciante e instalar un negocio en la capital. En efecto, anunció que a partir
del 15 de diciembre abriría “un establecimiento nuevo de abarrotes, en la casa
que perteneció a Don Ricardo Oreamuno, contigua al este de la de los Señores
Gallegos, calle de Cuesta de Moras” (La Gaceta, 15-XI-1873, No. 52, p. 4); en un
anuncio posterior, de febrero de 1874, especificaba que dicha casa era la No.
79 de la Calle del Comercio, que culminaba en Cuesta de Moras (La Gaceta, 7-
III-1874, No. 10, p. 4).
Es oportuno indicar que la oferta de productos era muy amplia y variada, e
incluía barriles de vinos austríacos, italianos y griegos, así como cervezas, carnes,
galletas, sardinas, fideos, arvejas, alpiste, corchos, jabón y candelas. Por cierto,
en el anuncio de febrero mencionaba la existencia de vinos rojo y tinto dálmatas,
y que podía vender todo tipo de vino en botellas si el cliente las llevaba. Cabe
acotar que Dalmacia es una región histórica de Croacia, que comprende casi
toda su costa, más el vasto archipiélago que está en frente, en el mar Adriático,
lo cual sugiere que cuando Orlich estuvo allá hizo los contactos con algunos
proveedores. Conviene destacar que en un anuncio adicional, de gran formato,
ampliaba la oferta de abarrotes (Figura 5); fue publicado a fines de marzo (La
Gaceta, 28-III-1874, No. 12, p. 4).
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Figura 5. Orlich como comerciante.
Fuente: La Gaceta, 28 de marzo de 1874.
Transcurrió el tiempo —sin anuncios que pudiéramos detectar—, hasta que en
octubre de 1874 figuraba entre los pasajeros del vapor Costa Rica, procedente
de Panamá (La Gaceta, 10-X-1874, No. 40, p. 4). Es curioso que su nombre no
aparezca citado como viajero hacia el exterior en ninguno de los anuncios de
todo ese año.
Además, en febrero de 1875 apareció un anuncio muy revelador. Se refería a la
usual venta de abarrotes en su negocio, pero también de un piano de cola, y en
él se especificaba que los interesados podían indagar acerca del precio de éste
ya fuera con Juan en Cartago o con Francisco Orlich en la capital (La Gaceta, 27-
II-1875, No. 9, p. 2). Es decir, ya había llegado al país otro individuo apellidado
Orlich, y trabajaba para él.
¿Por qué, cómo y cuándo apareció este segundo Orlich en Costa Rica? Muy
difícil saberlo, con la escasa información disponible, pero hay un dato fehaciente
en otro documento.
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En efecto, cuando Francisco Orlich Bolmarcich asumió la presidencia de la
República, el intelectual croata Ante Bonifacic, residente en Chicago, publicó
una semblanza sobre él y sus ancestros croatas (Bonifacic, 1962). Nacido en Krk,
Bonifacic tuvo la oportunidad de conocer en Croacia y conversar con su abuelo,
Franjo (Frane) Orlich, durante una dilatada estadía de éste en su tierra natal. En
su conversación con Bonifacic, Frane le narró un hecho esclarecedor, y es que
“empezó como grumete en un pequeño velero, a la sazón único medio de
comunicación entre nuestra isla [Krk] y la tierra firme, se granjeó las simpatías de
un paisano suyo, llegado de Costa Rica, impulsado por el deseo de ver una vez
más su hogar”, es decir, Juan Orlich, pero nótese que no se le menciona como
pariente, sino como coterráneo de Frane. Esto podría entenderse mejor cuando
Bonifacic indica que “en mi pueblo hay más de un millar de Orlich”, e incluso
afirma que él y Frane compartían un tatarabuelo. Ello nos lleva a suponer que,
aunque ciertamente Juan y Frane Orlich eran oriundos de Krk y provenían de un
tronco común, no eran parientes cercanos.
Si bien los descendientes de Frane en Costa Rica sostienen que nació en la isla
de Cres (Cherso, en italiano), y así lo consigna el genealogista de La Goublaye
de Ménorval (2010), informado por ellos, todas las evidencias apuntan a que fue
en Punat, cabecera de la isla de Krk. Cabe acotar que estas islas, contiguas, son
las más grandes y cercanas a la península de Istria, en la porción más norteña
del litoral perteneciente a Croacia (Figura 6).
Aunque, lamentablemente, no se tiene su constancia de nacimiento para
verificar el dato, así lo indica con toda claridad Bonifacic, quien pudo saberlo de
boca del propio Frane. Además, así lo señala el escritor Mladen Urem en un
amplio artículo inédito referido a la relación del célebre escritor croata Janko
Polić Kamov con su hija María Orlich, de la que fue novio. De hecho, él alude a
los Orlich como originarios de Punat desde el título mismo de su artículo, y
presenta abundantes evidencias al respecto (Urem, 2011). Una de ellas es que,
cuando en 1962 el presidente Orlich visitó Croacia, fue Punat adonde se dirigió
y fue recibido con honores; de ello dan fe varias fotos incluidas en dicho artículo.
Finalmente, según la historiadora Branka Bezić, los apellidos Orlić y Žic son
característicos de dicha isla, y sobre todo de Punat.
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Figura 6. Ubicación geográfica (A) y vistas de Punat, en Krk (B) y Cres (C).
A. y B.
C.
Fuentes: Internet, Archivos Oficina de Turismo de Punat y Dean Miculinić, respectivamente.
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Para retomar la relación entre Juan y Frane Orlich, entre ellos había una distancia
de 23 años, pues el segundo había nacido el 5 de febrero de 1857 y, cuando se
conocieron, tenía apenas 16 años de edad. Es muy posible que Juan visualizara
en aquel joven aprendiz de marinero, a quien Bonifacic describe como “de
estatura pequeña, pero singularmente vigoroso y dinámico”, a un muchacho con
la inteligencia, la iniciativa y la tenacidad suficientes para prosperar en Costa
Rica, y entonces lo invitó a unírsele; por cierto, medía 1,65 m, era de constitución
gruesa, de tez blanca y ojos claros, según consta en su cédula de identidad. Y
así ocurriría, pero no de inmediato, sino quizás hasta a fines de ese año o al año
siguiente. Debe recordarse que —si el apellido Orlich fue alterado y escrito
Orlulí, como se indicó antes— Juan regresó de Croacia a principios de octubre
de 1873.
Ahora bien, en el caso de Francisco, su nombre no está en ninguno de los
anuncios aparecidos en los ejemplares de La Gaceta comprendidos entre
octubre y diciembre de 1873, ni tampoco en los de 1874. La explicación podría
residir en que quizás ingresó por Puerto Limón, del que rara vez se consignaban
en la prensa los nombres de los pasajeros arribados al país.
Sin embargo, una pista de su presencia en Costa Rica es que a mediados de
octubre, entre los pasajeros que zarparían en el vapor Winchester hacia Panamá,
hay uno llamado Francisco Caulich (La Gaceta, 17-X-1874, No. 41, p. 4); es muy
posible que su apellido esté mal escrito, y que en realidad se tratara de él. Al
parecer, ese viaje fue largo, pues para fines de febrero de 1875 aún no había
regresado, o su nombre no figuraba en las listas, por la misma razón antes
anotada. El hecho es que para inicios de 1875 —como se vio previamente—, ya
Francisco estaba al frente del negocio de Juan, en la capital.
Un hombre acaudalado
Para retornar a las actividades de Juan, con apenas un año de funcionar su
negocio de abarrotes, para abril de 1875 reconocía “que no [lo] puede
administrar por sus muchas ocupaciones”, razón por la cual lo puso en venta (La
Gaceta, 24-IV-1875, No. 15, p. 4). En su anuncio consignaba que los interesados
podían entenderse con él en Cartago, o con Francisco Orlich en la capital.
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Al revisar la prensa de la época, se percibe que en San José había varios
negocios de abarrotes importados, por lo que quizás la competencia era fuerte.
Esto podría explicar que, de manera astuta, él mantuviera otro negocio en
Cartago, del cual no hay anuncios excepto uno indirecto. En efecto, en julio de
ese año la Panadería del Norte, que expendía “pan, galleta y tosteles de superior
clase”, comunicaba al público que abría una sucursal en Heredia y otra en
Cartago, esta última “en la vinatería de don Juan Orlich, situada a ciento
cincuenta varas de la Estación y cien de la plaza principal” (La Gaceta, 7-VIII-1875,
No. 33, p. 4).
Sin embargo, pocos meses después emergería una sorpresa. Fue así como en
octubre ofrecía una recompensa por la devolución de un sello personal con su
nombre, el cual estaba dentro de un bulto con las iniciales JOS, extraviado por
el arriero Pascual Quirós en la ruta a Puntarenas; quien lo hallara podía
devolverlo a él en Cartago o a Francisco Orlich en la capital (La Gaceta, 9-X-1875,
No. 42, p. 5). Pero lo sorpresivo era que en ese mismo ejemplar del periódico, y
en la misma página, anunciaba la venta de todos sus bienes en Cartago para
mudarse a otra provincia. Es de suponer que esta decisión obedeciera a un
problema de salud suyo o de algún familiar.
El citado anuncio revela su solvente condición económica, pues entre los bienes
había una hacienda cafetalera de 27 manzanas; cuatro predios sembrados con
café —uno con un beneficio incluido— que sumaban 12 manzanas; un potrero de
20 manzanas, con cañaverales; dos potreros que sumaban seis manzanas, uno
con una casa y un molino para trigo; un predio con una casa y tres molinos para
trigo; su propia casa de habitación, “como a cien varas de la estación del Ferro-
carril y cien de la plaza principal”; una casa en construcción; y hasta “un
magnífico coche con sus correspondientes útiles”. En cuanto a este coche, de
seguro tirado por caballos, solo personas con ingresos muy altos podían
importarlos.
Se ignora lo acontecido durante 1876, pues no hay anuncios de él. Sin embargo,
en marzo de 1877 reapareció con uno en el cual comunicaba la llegada de una
remesa de vinos, tanto en barriles como en cajas, así como de cinco marcas de
cervezas europeas y de numerosos abarrotes (La Gaceta, 17-III-1877, No. 11, p.
5). Esta oferta la hacía desde su tienda en Cartago, a la vez que indicaba que
podía hacer llegar los pedidos a las estaciones del tren en otras provincias; para
entonces las había en Cartago, San José, Heredia y Alajuela. Este dato permite
suponer que ya había vendido el establecimiento de la capital.
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Asimismo, apenas un mes después ponía en venta su “casa de habitación con
todas las mercaderías que en ella tiene almacenadas y la afamada vinatería de
la calle del Ferro-carril” (La Gaceta, 14-IV-1877, No. 15, p. 5). Aquí hay una
contradicción con la dirección anotada en los dos anuncios recién citados, pues
la línea férrea corría dos cuadrantes al norte de la Plaza Principal y no uno. Pero,
en todo caso, este dato es de gran valor para determinar dónde vivía él.
Para ello es clave un plano de la ciudad de Cartago elaborado por Ramón Matías
Quesada Valerín, notable intelectual cartaginés que incluso fue director del
Colegio San Luis Gonzaga, según el filólogo Sergio Orozco. Dicho plano
corresponde a la organización espacial de la ciudad antes del devastador
terremoto del 4 de mayo de 1910 (Quesada, 1910). Ahí aparecen claramente
indicadas la Calle del Ferrocarril, la estación ferroviaria y la línea férrea. Según lo
descrito por Orlich, su vinatería se ubicaba un cuadrante y medio al este de la
estación y sobre la Calle del Ferrocarril. Es lógico suponer que estaba al costado
sur de la línea férrea, pues al norte se localizaban la iglesia de Nuestra Señora
del Carmen —destruida por el terremoto— y parte de la plaza del Cuartel.
Conviene mencionar que los dos anuncios previos omiten el importante detalle
de la línea, y más bien sugieren que la vinatería era parte de la casa. De ser así,
puede que el inmueble fuera esquinero y de un cuarto de manzana —algo común
desde la época colonial—, con la fachada de la casa orientada hacia la Calle del
Carmen y la de la vinatería hacia la Calle del Ferrocarril. Otra opción, aunque
quizás menos plausible, es que la propiedad estuviera hacia el centro del
cuadrante, fuera rectangular y se prolongara hacia el sur, hasta la Calle de
Carrillo —hoy avenida del Comercio—, la cual corría por el costado sur del
cuadrante. Pero, en fin, lo cierto es que su propiedad estaba en el cuadrante
ocupado por los hoteles Siglo XX y Español antes del terremoto; es decir, el
ubicado al costado este del mercado, donde hoy está el mercado municipal
(Figura 7).
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Figura 7. Cuadrante donde estaban la casa y la vinatería de Orlich, en el plano de
Quesada (1910).
Ahora bien, para retornar a sus negocios, dos meses después de este anuncio
Orlich repetía su oferta, con exactamente las mismas palabras, a la cual
agregaba dos casas en Cartago y una en San José, su “magnífico coche para
familia”, doce acciones de la compañía minera Monte Aguacate, y “dos
haciendas de café, en las que aseguro 1.000 quintales de cosecha, un año con
otro” (La Gaceta, 9-VI-1877, No. 24, p. 5). Esto sugiere que había conservado
gran parte de los bienes que intentó vender dos años antes, a la vez que había
incrementado su patrimonio.
Pareciera que Orlich fracasó en sus intentos de venta, y entonces decidió
permanecer en Cartago, a juzgar por una nota periodística referida a la visita a
Limón del presidente Tomás Guardia Gutiérrez en abril del siguiente año,
relacionada con la construcción del ferrocarril al Caribe (La Gaceta, 28-IV-1878,
No. 52, p. 2). En dicha nota se indica que el general Guardia recibió numerosos
“testimonios sinceros de simpatías y de contento”, entre los que destacó “un
almuerzo muy bien servido, en la hacienda del Señor Don Juan Orliche”, a su
retorno de Limón. Como una curiosidad, por muchos años entre los sectores
populares se utilizaría la denominación de Orliche y no de Orlich para aludir a
los miembros de esta familia.
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Transcurrió más de un año sin que hubiera anuncios suyos en la prensa, hasta
que en agosto de 1878 comunicaba la venta, al “por mayor y al menudeo”, de
vinos, champán, ostiones, galletas, aceites de comer y frutas preservadas (La
Gaceta, 9-VIII-1878, No. 138, p. 4). Sí llama la atención que, aunque lo hizo desde
su almacén en Cartago, mencionaba a A. Raphael como su representante en San
José.
Se ignora quién era este individuo, aunque en un aviso al lado del de Orlich se
suscribía como corredor jurado, tras anunciar que “compro y vendo billetes
privilegiados”; asimismo, en mayo de ese año ofrecía vender “un magnífico
piano, casi nuevo y en perfecto estado”. Aunque no hicimos una revisión
exhaustiva acerca de él, hay un ingreso al país por Puntarenas en el vapor
Salvador, el cual data de finales de diciembre de 1873 (La Gaceta, 27-XII-1873,
No. 58, p. 2).
Para retornar a Juan, desde inicios de agosto de 1878 no hubo más anuncios.
En realidad, el final de su vida estaba a tan solo seis meses de distancia. Sin
embargo, no hay duda de que hasta sus días finales mantuvo su solvencia
económica, como lo revelan el análisis de su mortual y el juicio sucesorio
subsiguiente, que corresponde a un expediente de casi 100 páginas (Archivo
Nacional, Mortuales Independientes de Cartago- 2422, 1879).
Él falleció el 6 de febrero de 1879, y ya el día 14 su viuda Jacinta (Figura 8)
expresaba que había muerto diez días antes, “sin dejar disposición alguna
testamentaria”. Además, manifestaba que los bienes del difunto excedían los
30.000 pesos, que era una verdadera fortuna, pero en realidad fue comedida en
sus cálculos pues —como se verá pronto— la cifra era muy superior.
Figura 8. Firma de Jacinta Jiménez, ya viuda.
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Eso sí, por no haber testado él, ella quedó en una situación económica difícil.
Inicialmente solicitó 34 pesos, que después ascendió a 50 pesos, “de pensión
alimenticia de los bienes que aparecen como pertenecientes a la sucesión”
representada por ella y sus pequeños hijos, que eran menores de cinco años de
edad. A éstos casi de inmediato se les nombró a Francisco Alvarado —cuya
relación con la familia no pudimos esclarecer— como representante en esta
causa judicial.
En la mortual de Orlich consta que era dueño de la hacienda Pais, de 35
manzanas y 3200 varas cuadradas —unas 25 hectáreas— en el barrio de San
Rafael; obviamente, se refiere al actual caserío de Páez, un poco hacia el este de
San Rafael de Oreamuno. Ahí había 30.000 plantas de café, un potrero y una
casa. Esta propiedad colindaba por el norte con un potrero del señor Carmen
Arias, por el este con uno perteneciente a los herederos de Francisco Valverde
y Nereo Brenes, por el oeste con un terreno de Francisco Aguilar y Rafael
Barquero, y por el sur con una calle, al otro lado de la cual se extendía otra
hacienda de Orlich.
Es oportuno acotar que esta última había pertenecido a Manuel Bedoya
Elizondo, conocido empresario agrícola cartaginés y cuñado del célebre
ingeniero alemán Francisco Kurtze, director de Obras Públicas durante la
primera administración de Jesús Jiménez Zamora, y a quien Costa Rica y Cartago
tanto le deben por su extraordinaria labor arquitectónica. Es de suponer que
Orlich y Kurtze se conocieron por haber trabajado en un ramo parecido; como
se indicó al inicio de este artículo, él llegó a Costa Rica en 1866, y Kurtze murió
en 1869.
Cabe destacar que el inventario de sus bienes estuvo a cargo del juez Joaquín
Oreamuno, con el auxilio del agricultor Francisco Pacheco y el escribiente Isidro
Rojas como testigos instrumentales, los escribientes Andrés Quirós y Jesús
Sáenz como testigos de asistencia, y los agricultores Atanacio Gutiérrez y
Simeón Guzmán como peritos. Ellos calcularon que las haciendas en Páez valían
15.000 y 16.000 pesos, respectivamente, a los que se sumaban 534,50 pesos
por el valor de los animales ahí presentes. En la primera había “una casa de
habitación con sesenta varas de frente, doce piezas [aposentos], pared de
tablas, horcones de guachipelín, cubierta de teja”, en tanto que en la otra
hacienda había una casa de tablas, de dos pisos.
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Asimismo, su vinatería —de cuyas existencias hay un pormenorizado recuento en
la mortual— se tasó en 2102,63 pesos, una casa con solar en 9500 pesos, y una
casa en el barrio El Carmen en 500 pesos. Todo ello asciende a 43.600 pesos.
En relación con las dos casas mencionadas, la primera estaba en el distrito
segundo del cantón, denominado Occidental, y tenía las siguientes
colindancias: por el norte una calle tras la cual se localizaba la casa del cura Jesús
Barquero, por el sur una casa de los herederos de Teodora Ulloa, por el este una
de los herederos del empresario catalán Buenaventura Espinach Gual, y por el
oeste una calle, frente a la cual estaba la casa del comerciante José Ramón Rojas
Troyo. Cabe acotar que las últimas tres personas eran muy acaudaladas; la
señora Ulloa, quien fue esposa de Juan José Bonilla Herdocia, fue la suegra de
Espinach.
Ahí había un predio o solar de 18 varas de frente y 48 de fondo (600 m2), en el
que se localizaban dos casas. La primera estaba en ruinas, y medía 5 m de frente
y 7,7 m de fondo, a la cual se sumaba un cuarto de unos 7 m2. La otra casa estaba
en pie, y tenía paredes de ladrillo y cedro, más un techo de teja; medía 39 varas
de frente y siete de ancho (187 m2). Tenía un corredor a lo largo de toda la casa,
de 3 m de ancho y techado, desde el cual se tenía acceso a una cocina y un
comedor construidos en adobe.
Por su parte, la casa localizada en el barrio El Carmen —que era el distrito
tercero—, cuyas dimensiones ni sus características se especifican, excepto que
poseía un solar, tenía las siguientes colindancias: por el norte y el oeste con un
potrero de José Ramón Rojas Troyo, por el sur con un potrero de Liborio Quirós,
y por el este, calle de por medio, con la casa y solar de Biviana Solano. El hecho
de que este inmueble fuera tasado en apenas la mitad de la otra casa, así como
que estaba rodeado por potreros en tres de sus costados, hace suponer que
estaba en un sitio algo despoblado, hacia el norte del casco urbano de Cartago.
Ahora bien, en cuanto al inventario de las mercaderías que había en su vinatería,
la lista es interesante e ilustrativa, pues permite visualizar cuál era el tipo de
productos importados al país en esa época, algunos de los cuales quizás eran
consumidos solo por personas pudientes. Pero, a su vez, dicha lista revela que
ese negocio en realidad era un abastecedor, por la diversidad de productos que
ofrecía.
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Al respecto, es cierto que abundaban los licores, como vinos y digestivos de
varios tipos y marcas (Oporto, Málaga, Jerez, Valdespino, Vermouth, mistela de
canela, etc.), así como la cerveza inglesa Bass, ron blanco, ginebra y champán,
pero también varios alimentos preservados, ya fuera en latas o en frascos: carne
marca Morton, arvejas, ostiones, sopa de carne, sopa juliana, mostaza, salsa
metropolitana, ruibarbo en encurtido, aceitunas españolas y francesas, aceite de
comer, maicena, frutas en conserva y ciruelas. A ellos se sumaban algunas
golosinas y postres, empacados en vasos o latas, como pastillas de limón,
jengibre y yerbabuena, confites, galletas y café (en sacos). Además, había
objetos para el hogar, como vasos, cucharones para sopa, panes de jabón marca
Wilson, betún, charol para madera, paquetes de mechas, cajas de plumas,
resmas de varios tipos de papel para escribir, y rollos de papel para envolver.
Finalmente, vendía clavos de alambre, picaportes de resorte, machetes, palas, y
hasta una máquina de hacer agua gaseosa, más una máquina de embotellar.
Para concluir, todos los bienes de Orlich quedaron bajo la administración o
custodia de los peritos oficiales Gutiérrez y Guzmán, como representantes del
Estado. En tal sentido, es irónico que, aunque todos esos bienes pertenecían a
Jacinta y sus hijos, ella no podía disponer de ellos para venderlos y cubrir sus
necesidades diarias, hasta que no se solventara la situación. Es de suponer que
todo se resolvió favorablemente, aunque esto no se puede colegir del
expediente.
En todo caso, aunque los bienes eran cuantiosos, nótese que las propiedades
existentes sumaban 25 hectáreas, y no las 65 manzanas —45 hectáreas— qué él
ofrecía vender en otra época. Esto hace suponer que, al morir, había vendido
parte de su patrimonio, quizás para saldar deudas derivadas de sus actividades
comerciales y agrícolas. Por ejemplo, como se consignó al inicio del artículo,
cuando murió él tenía una deuda con la empresa Hipólito Tournón & Co.,
correspondiente nada menos que a 18.000 pesos.
Sus tiempos finales
Orlich había fallecido de fiebre en Puntarenas, y fue enterrado en Esparza, como
se estilaba entonces para personas de buena posición social y económica, y no
en Puntarenas. La constancia de defunción, suscrita por el sacerdote Diego
Llerena (Figura 9), textualmente dice: “En Esparza a seis de Febrero de mil
ochocientos setentainueve, se dio sepultura eclesiástica al cadáver de Don Juan
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Orlich, que murió en Puntarenas, de fiebre, á los cuarentaicinco años de edad
próximamente, casado con Da. Jacinta Jiménez”. En realidad, frisaba los 42
años, pues nació cerca de 1837 —según sus propias palabras—, como se indicó
al principio.
Figura 9. Facsímil de la constancia de defunción de Juan Orlich.
Fuente: Cortesía de Emilio Obando.
Cabe preguntarse por qué él murió tan lejos de Cartago, donde se había
arraigado casi desde su llegada a Costa Rica. Según su descendiente David
Orlich Gómez, estaba a punto de embarcar en Puntarenas, para un viaje de
negocios asociado con la exportación de café, una de sus actividades
empresariales. Sin embargo, no debe descartarse que —como se señaló en
páginas previas—, quizás padecía alguna enfermedad para cuyo alivio era
recomendable un clima caliente y seco, como el del litoral Pacífico, en contraste
con el clima brumoso, frío y húmedo de Cartago.
El hecho de que se mencione que murió de fiebre hace pensar que en esa época
hubo alguna epidemia, como ocurría de manera más o menos recurrente en
Puntarenas, pero en la prensa de esas semanas no hay ninguna mención al
respecto. Esto sugiere que más bien Juan padecía de un mal crónico, y que
quizás postergó por varios años su mudanza a un lugar cálido, al menos de
manera temporal, pero cuando lo hizo ya era tarde. En respaldo de esta
hipótesis, en su mortual consta que al cartaginés Jesús Jiménez —otrora
presidente de la República, por tres períodos— se le adeudaban 102 pesos “por
asistencia médica en los últimos meses de enfermedad”; también se le debían
59,75 pesos al médico Rafael Morales Paniagua.
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En relación con la descendencia de Juan, es importante indicar que cuando
contrajo nupcias con Jacinta, por algún motivo desconocido ella consignó un
impedimento o condición para casarse, como lo fue el “voto perpetuo simple de
castidad”, es decir, la promesa de mantener la virginidad por siempre. Sin
embargo, es obvio que cambiaría de parecer después, a juzgar por la existencia
de dos descendientes, Juan y María. Si bien no nos fue posible conseguir más
datos sobre ellos en el Registro Civil, según los genealogistas Emilio Obando y
Brunilda Hilje, Juan nació cerca de 1875 y murió en Cartago en 1942, a los 67
años, en tanto que se ignora cuándo nació María, quien murió el 26 de junio de
1956.
Cabe acotar que María no se casó ni tuvo hijos, y ya anciana y con serios
problemas de sordera murió atropellada por el tren, en el centro de Cartago.
Por su parte, Juan —quien tampoco se casó— procreó a Rosalía (Lía). Aunque a
partir de ahí la información es muy nebulosa, se sabe que tuvo dos hijos, Jaime
y Rita, y que ésta conservó el Orlich como su primer apellido. Ella fue la abuela
de David Orlich Gómez, quien nos suministró estos datos genealógicos.
Los otros croatas
Numerosas veces a lo largo de este artículo hemos mencionado a Francisco
Orlich Zic, quien parece que siempre estuvo cerca de Juan. Como una curiosa
coincidencia, cuatro meses después del fallecimiento de éste, y con 22 años
recién cumplidos, Francisco se casaba en San Ramón, Alajuela. Como este
cantón alajuelense está algo cerca de Puntarenas, se podría pensar que él había
acompañado en los últimos meses de vida a su coterráneo y protector, y que
durante su permanencia en esta zona del país conoció a su futura esposa. O
quizás desde mucho antes se había independizado de Juan y conocido a
Francisca.
Su prometida, quien al contraer nupcias tenía poco más de 19 años de edad, era
la hija mayor —de una prole de diez— de Ramón Zamora Solórzano, uno de los
fundadores de la entonces llamada Villa de San Ramón, quien estaba casado
con Mercedes Salazar Portuguez (de La Goublaye de Ménorval, 2010); oriundo
de Alajuela, este era su segundo matrimonio, pues primero se había casado con
Ana Joaquina Luna Rojas, con quien procreó dos varones. Él era una persona
acaudalada, gracias a sus prósperas actividades comerciales, agrícolas y
mineras.
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Para retornar a Francisco Orlich, cabe señalar que, tras más de 70 años de residir
en Costa Rica, la mayor parte de ellos en San Ramón, y después de procrear la
muy amplia descendencia que ha perpetuado hasta hoy su apellido en Costa
Rica —muy bien documentada por el autor recién citado, como lo señalamos al
inicio—, este patriarca murió el 24 de junio de 1950, recién cumplidos los 93
años.
Eso sí, en su vida hubo una pausa pues —como se indicó en páginas previas—,
retornó a su terruño y residió en Krk o en Cres por varios años, hacia finales del
siglo XIX e inicios del XX. Durante esa prolongada estadía hubo varios
acontecimientos importantes para la familia, como el nacimiento de su hijo
Romano en Cres, el 17 de marzo de 1896. Asimismo, su esposa Mercedes murió
de tuberculosis en Trieste en 1902, y fue sepultada en Cres (Urem, 2011).
Además, durante esa permanencia José, su hijo mayor, se casó en 1905 con
Georgina Bolmarcich, como se mencionó al inicio; ella era oriunda de Cres.
Para entonces era millonario —como lo indica el ya citado Bonifacic—, y
emprendió varios negocios en Krk, que incluían “un hermoso y moderno molino,
la fábrica de macarrones y la primera fábrica de hielo en la isla”. Además, gestó
y presidió una cooperativa naviera, muy importante para los pobladores de las
islas, denominada Sociedad Austro-Croata de Buques de Vapor, fundada en
1906. Por fortuna, se cuenta con una imagen de su hermosa mansión frente al
mar, denominada “Villa Kostarika”, localizada muy cerca de la Fábrica de Pastas
Orlić & Žic (Figura 10), de la que era codueño con Anton Žic Solar (Urem, 2011).
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Figura 10. Mansión de Frane Orlich (A) y fábrica de pastas de la que fue codueño (B).
Fuente: Urem (2011).
Como una simpática curiosidad, Bonifacic relata que “erigió un hermoso chalet
denominado Costa Rica. Parados, de niños, ante las rejas de hierro de su jardín,
aprendimos las primeras palabras españolas del pico de un famoso loro
costarricense”. Es decir, gracias a una lora llevada por él, fue posible que en una
isla del Adriático se escucharan algunos vocablos en español... ¡ojalá no
censurables!
Cabe acotar que, tras enviudar, durante su residencia allá contrajo nupcias con
Regina Petris en 1906, nacida en Cres en 1865, quien lo acompañaría cuando él
retornó a Costa Rica en 1906 (Bariatti, 2001). Con ella, que moriría el 13 de mayo
de 1938 en Cres —enviudando él por segunda vez— no tuvo descendencia.
Ahora bien, hay un hecho que es oportuno rescatar en relación con la propia
familia Orlich, y es que de La Goublaye de Ménorval (2010) detectó la presencia
de una mujer llamada Ángela Orlich, cuyo segundo apellido no consigna. Esto
impedía establecer su relación específica con Juan o Francisco, pero por fortuna
y de manera casi fortuita, mientras escribíamos este artículo conocimos a
Giovanni Polonio quien, en consulta con sus hermanos, hizo posible descifrar el
enigma acerca de esta dama, quien fuera su bisabuela.
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En realidad, ella se llamaba Elena Orlich Žic, y era hermana de Francisco, pero
nunca estuvo en Costa Rica; falleció en Osor, un caserío de la isla de Cres. Era la
esposa de su coterráneo Bartolomé Polonio, con quien procreó a Próspero, Juan
Gaudencio y Elena. Aunque el apellido de él es italiano, ello se explica porque
un ancestro suyo llegó a Cres durante la campaña napoleónica de 1797-1798 y
se estableció allí.
Tras enviudar, Bartolomé fue traído a Costa Rica por su cuñado Francisco, en
una fecha no determinada a inicios del siglo XX. Éste le ayudó para que se
afincara en Candelaria de Palmares, donde instaló un beneficio de café. En cierto
momento se descompuso un ingenio que los Orlich tenían en San Rafael de San
Ramón, por lo que Bartolomé sugirió traer a su hijo Juan Gaudencio (Figura 11),
nacido en 1888, quien sabía de mecánica.
Figura 11. Juan Gaudencio Polonio Orlich.
Foto: Cortesía de Giovanni Polonio.
Tiempo después hubo un desperfecto en un ingenio localizado en la colonia
cubana que había en el actual caserío de Mansión de Nicoya, el cual fue
adquirido en Esparza, desmontado y trasladado hasta allá en 1893, según el
historiador Carlos Arauz; es oportuno recordar que este caserío nació a partir de
un asentamiento fundado en 1891 por el patriota cubano Antonio Maceo
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Grajales. Puesto que los Orlich eran amigos del administrador del ingenio, le
recomendaron a Juan Gaudencio para que lo reparara. Así lo hizo, y fue allá
donde conoció a María Rebeca de las Mercedes Castillo Baltodano, con quien
en 1913 contraería nupcias en Nicoya; nacida en 1881, en ese tiempo ella frisaba
los 32 años de edad. Era hermana de Elena, por entonces viuda del célebre
general independentista cubano Francisco Adolfo (Flor) Crombet Tejera,
muerto en 1895.
La pareja tuvo una prole de tres varones (José Bartolomé, Federico Antonio y
Miguel Ángel) y dos mujeres (Mercedes Elena de los Ángeles y Sara del
Carmen). Cabe acotar que los padrinos de bautizo de Sara fueron su primo
hermano José Orlich y Georgina Bolmarcich, en tanto que el de Miguel Ángel
fue Matías Sobrado; asimismo, la madrina de Mercedes Elena fue su prima Flora
Crombet Castillo.
De la citada prole, Sara ni Federico se casaron ni tuvieron hijos, en tanto que
José Bartolomé (Bare) se casó con Olga Rivera Bonamusa, Mercedes con Franz
Acosta Rodríguez, y Miguel con Margarita Lobo Rodríguez. Es decir, aunque el
apellido Orlich desapareció en esta rama de la familia, sus numerosos
descendientes portan genes de origen croata.
Los restos de los croatas Bartolomé y Juan Gaudencio, fallecido éste en 1924,
reposan en el cementerio de Palmares, Alajuela.
Para continuar, aparte de las tres ramas de Orlich descritas, es importante
resaltar que hubo otros cuatro inmigrantes croatas, quienes residieron en
Cartago. Aunque se ignora con exactitud si llegaron debido a la presencia de
Juan Orlich en dicha ciudad, es lógico suponer que así ocurrió, como se discutirá
a continuación; además, de otra manera, es muy posible que se hubieran
asentado en San José, donde había más opciones laborales.
El primero de ellos fue Nicolás Miguel Ivankovich Trojanovich, nacido en 1850
en Trsteno, en la costa dálmata. Según su descendiente Óscar Aguilar
Ivankovich, vino a nuestro país el 14 de octubre de 1874; no pudimos detectar
su llegada en la prensa, por las mismas razones apuntadas en el caso de
Francisco Orlich, pero nótese que arribó poco tiempo después de él. Además,
con Ivankovich llegó un coterráneo de apellidos Domijan Kruzich.
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Esto hace pensar que —puesto que los descendientes desconocen cuál fue el
vínculo exacto con Juan Orlich— en el viaje efectuado a Croacia en mayo de
1873, este pionero croata invitó a sus tres coterráneos a unírsele en Costa Rica,
y hasta les dio oportunidades laborales. Es de suponer que no llegaron antes
porque debían ahorrar para financiar los gastos implicados en sus viajes, y ello
podría explicar que Ivankovich y Domián vinieran juntos, poco después de
Francisco Orlich.
Ahora bien, en el caso de Ivankovich, que frisaba los 24 años de edad, se asentó
en Cartago, donde coincidió con Juan Orlich por cinco años como residentes
en dicha ciudad, pues éste murió en 1879. En cierto momento establecería una
exitosa tienda de abarrotes en las cercanías de la actual Basílica de los Ángeles.
Asimismo, el 16 de abril de 1877 se casó en la iglesia de Nuestra Señora del
Carmen —frente a la vinatería de Orlich— con Camila Vega Ruiz, criada por el cura
Joaquín Alvarado, que era muy cercano a Orlich, como se vio en páginas previas.
El informante Aguilar indica que, aunque supuestamente ella era hija de José
María Vega y Nicolasa Ruiz y la habían entregado en adopción a Alvarado, en
realidad era hija de este sacerdote.
Hasta hoy el apellido Ivankovich se ha perpetuado en una amplia descendencia,
entre quienes figuró José Rafael (Fello) Meza Ivankovich, extraordinario
futbolista en cuyo honor fue bautizado con su nombre el estadio del legendario
Club Sport Cartaginés.
Por su parte, el coterráneo Domijan citado previamente había nacido en
Drivenik, pueblo costero del norte. Ya establecido en Cartago, incluso adquirió
un terreno para dedicarse a la agricultura, pero la nostalgia por su novia en
Croacia lo hizo retornar allá, según su descendiente Marilyn Roqhuett Domián.
Al parecer, su nombre era Stanko, pero esto requiere verificación.
De lo que sí se tiene plena certeza es que —inducido por él— su hermano Dujan
Domijan Kruzich llegó al país el 8 de setiembre de 1904, cuando Orlich ya había
muerto, y se asentó en Cartago. Él, quien por simplicidad mutaría su nombre por
Domingo Domián (Figura 12A), fue un notable y exitoso productor de hortalizas,
las cuales distribuía en varios puntos del país, e incluso las exportaba a Panamá;
así consta en el célebre Libro Azul (Jones, 1916), en el cual también aparece una
foto de su casa y dos imágenes de sus predios hortícolas. Nacido el 25 de agosto
de 1882, se casó con Mercedes Vargas Rodríguez, de cuya prole existe una
amplia descendencia.
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Asimismo, su hermano Lorenzo —mayor que él— arribó ya casado con su
coterránea Margarita Yercinovich (Figura 12B), aunque se ignora si llegó antes,
o junto con él. A esta pareja la acompañaron algunos de sus hijos (Lorenzo,
Slava, Enrique y Juan), varios de los cuales contrajeron nupcias y tuvieron
descendencia aquí, mientras que uno de ellos (Pedro) permaneció en Croacia,
donde estaba casado con Catalina Clarich, con quien procreó cuatro hijos. Sin
embargo, un hijo suyo, Pedro Domián Clarich, se uniría años después a su
abuelo y su tío en Cartago, donde se casaría primero con Blanca Chaves y
después con María Sánchez.
Por tanto, los costarricenses que hoy portan el apellido Domián provienen de un
tronco común, pero de varios individuos.
Figura 12. Domingo Domián Kruzich (A), más su hermano Lorenzo con su esposa
y algunos hijos (B).
Fotos: Cortesía de Marilyn Roquett Domián.
En síntesis, no queda duda de que el primer croata que arribó a Costa Rica fue
Juan Orlich, esmerado y reconocido cantero inicialmente, y después
comerciante y agricultor, a quien en diferentes épocas le sucederían Francisco
Orlich, Bartolomé y José Gaudencio Polonio, Nicolás Miguel Ivankovich y los
Domián, casi todos comerciantes o agricultores. Los genes de todos ellos aún
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circulan entre nuestra población, y de manera amplia, pues sus descendientes
se entroncaron con innumerables familias costarricenses o extranjeras, e
inclusive ha habido vínculos entre personas de ancestros croatas.
Posteriormente, hasta mediados del siglo XX y por diferentes motivos y
circunstancias, se establecieron unos pocos croatas más, ya fuera por períodos
cortos o hasta el final de sus vidas.
En orden alfabético, ellos fueron los siguientes (los nombres de sus esposas
aparecen entre paréntesis): Antonio Amerling Capittelo (Luisa Otoya Ernst),
Antonio Banichevich Separovich (Adilia Sánchez Ramírez), Franco Banichevich
Pecotich (Mirjana Begovich Curach), Stipe Boskovich Dedich (Catalina Hilje
Quirós), Stanko "Charlie" Brljevich Mustapich (Emilia Gutiérrez Mena), Fortunato
Erak Batinovich (Doris Huertas Herrera), Frank Glavas Erkapich (Anita Chuljak
Leko), Pasko Hilje Vuleša (Carmen Quirós Rodríguez), José Jengich Stilinovich
(Hilda Buck Beer), Ivan Lucovich Peich (Mireya Varela Zamora), Jorge Muchik
Sabo (Hilda Mora Rodríguez), Nicolás Mussap Karuz (Violetta Marzan Vladovich),
Daniel Radan Magjor (Edna Anderson Spalding) e Ivan (Johnny) Saravanja (Alva
Bailey y Thelma Ríos). Es curioso que todos tuvieran proles pequeñas, con
excepción de Pasko Hilje e Ivan Lucovich, con once y ocho hijos,
respectivamente.
Cabe acotar que a ellos se sumaron dos serbios, compatriotas suyos durante la
vigencia de la hoy extinta Yugoeslavia. Uno fue Estéfano Estevanovich Petrovich
(Lastenia Guadamuz Guadamuz y Carmen Solé Rímola), cuya descendencia es
bastante extensa, y el otro fue Milan Ralitsch Ralitsch (María de los Ángeles
Esquivel González).
Para concluir, confiamos en que el presente artículo servirá como estímulo para
que, ojalá pronto, algún genealogista profesional emprenda la labor de reunir
en un solo documento los orígenes, las historias y los nexos familiares de estas
estirpes. Esa sería una manera de que Costa Rica reconozca la hasta hoy difusa
impronta de aquellos laboriosos y corajudos inmigrantes croatas, así como de
los descendientes que —ya como croaticos o ticroatas— de diversas maneras y en
diferentes ámbitos han contribuido al desarrollo de nuestra sociedad y al progreso de nuestro país.
Revista Herencia, Vol. 32 (2), julio-diciembre, 2019.
36 ISSN: 1659-0066
Agradecimientos
Por el aporte de valiosos datos históricos o facilitar fotografías, a David Orlich
Gómez, Marilyn Roqhuett Domián, Giovanni Polonio Lobo, Óscar Aguilar
Ivankovich, Ligia López Ivankovich, Rodolfo Orlich Castelán, Branka Bezić
Filipović, Dean Miculinić Orlić, Mladen Urem, Petra Gršković Vulin (Oficina de
Turismo de Punat, Krk), Ana y Maja Hilje Papić, Brunilda Hilje Quirós, Emilio
Obando Cairol, Sergio Orozco Abarca, Adriana Ivana Smajic Juginovic, Manda
Brljevich Gutiérrez, Alfredo Erak Huertas, Alexa Jengich Buck, Marcelo Chacón
Mussap, Daniel Radan Anderson, Danitza Lucovich Varela, Carlos Arauz Ramos,
Eduardo Estevanovich Rojas, Eugenia Sancho Montero, Hugo Crombet Bravo y
Marcos Hernán Elizondo Vargas. Además, a Rosa Elena León Sorio (Biblioteca
Nacional) por la búsqueda de documentos importantes, a Fabio Jiménez Salas
(Archivo Nacional) por reproducir una de las fotografías, y a Theresa White por
la revisión del resumen en inglés.
BIBLIOGRAFÍA
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En mi hogar siempre hubo libros, nunca faltaron los periódicos y se vivía en tertulia permanente, en medio del buen humor, al igual que un espíritu de respeto y tolerancia a las ideas de los demás. Asimismo, ahí aprendí que hay que ser laborioso, responsable y honesto, pero que la vida hay que tomársela no tan en serio.
Mediocre estudiante en primaria y secundaria, me interesaba tan solo el fútbol; y, aunque jugué en un par de equipos de mi barrio, tampoco era buen jugador. Perezoso para leer, aún siento remordimiento por haber dejado intactos dos libros que mis hermanas me regalaron para una Navidad; creo que eran Matías Sandorf, de Julio Verne, y El corsario negro, de Emilio Salgari. Espero leerlos algún día, para saldar esa deuda con ellas y conmigo mismo.
Mi vida dio un giro radical al ingresar a la Universidad de Costa Rica (UCR), donde aprendí a disfrutar de la lectura. Me embelesé con los libros. Pasaba horas de grato ocio en la biblioteca, esculcando en los anaqueles, y palpando los que a primera vista me atraían; y digo palpar, porque por algún curioso atavismo, nunca he podido empezar un libro sin antes abrirlo y deslizarlo por mi rostro, para oler su tinta y sentir la textura del papel.
Absorto ante esos estantes repletos de innumerables libros, a cual más de atractivo, soñaba con escribir un libro algún día. Hoy, a mis casi 65 años de edad, he tenido la fortuna de publicar cinco -como autor, coautor principal o editor- en mi campo de especialización, así como seis de carácter histórico; dos más están cercanos a salir a la luz, y otros dos están en gestación.
Debo decir que mejoré mucho como estudiante, y también me gradué como licenciado en Biología en la UCR, y obtuve el doctorado en Entomología en la Universidad de California, en el campus de Riverside (UCR). O sea..., ¡cursé todos mis estudios universitarios en la UCR!
Especialista en manejo de plagas agrícolas y forestales por métodos bioecológicos, laboré en la Universidad Nacional (UNA) durante unos 15 años, y después 13 años en el Centro Agronómico Tropical de Investigación y Enseñanza (CATIE), un ente de cobertura latinoamericana, del cual ahora soy Profesor Emérito y mantengo proyectos ahí. Es decir, aunque ya jubilado, sigo activo en mi campo profesional, y en ocasiones doy algunas clases y conferencias, lo cual me apasiona.
Alguna vez, invitado como colaborador por un periódico local, en mi artículo de presentación me preguntaba por qué escribo y, tras meditarlo un rato, respondí: «Aún no lo sé a cabalidad, pero intuyo que es por un impulso interno, provocado por la necesidad imperiosa de comunicar y compartir, casi tan urgente como la de respirar. Y esto es congruente con mi vocación y actividad de investigador y profesor, que siempre he disfrutado mucho, no solo en las aulas universitarias, sino también en revistas científicas y en charlas con extensionistas y agricultores».
Hoy, además de unos 160 artículos en revistas científicas formales, 25 capítulos en libros y unos 40 panfletos para extensionistas y agricultores, he publicado casi 400 artículos en la prensa. Y ahora, como invitado del Wall Street International Magazine, tengo una motivación adicional para continuar escribiendo. Sobre todo como aficionado a la historia, pues, entre vetustos periódicos y documentos del Archivo Nacional de Costa Rica -¡que no ceso de olisquear!- dedico mucho de mi tiempo a la investigación, el rescate y la difusión de hechos y personajes olvidados, sobre todo de aquellos relacionados con mi patria.
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Un tributo al legado cívico del Dr. Karl Hoffmann
Un sobresaliente médico alemán que dio su vida por la libertad de Costa Rica
Alocución en el homenaje del 7 de diciembre de 2023 en el cementerio de Esparza, para honrar la memoria del médico y naturalista alemán Karl Hoffmann y su esposa Emilia.
Hace exactamente 200 años, el 7 de diciembre de 1823, vino al mundo un niño en la ciudad de Stettin, Alemania, en el hogar de Anton Hoffmann y Julie Brehmer, comerciante él, y ama de casa ella. De religión luterana, pronto se le bautizó con el nombre Karl, el mismo que figura en la lápida que develaremos esta mañana.
Nació cerca del agua, pues Stettin —por entonces parte del reino de Prusia, pero hoy perteneciente a Polonia y denominada Szczecin— es un puerto fluvial del río Oder, no tan distante del muy frío mar Báltico. Y, ¡quién lo iba a decir!, moriría casi 36 años después también cerca del agua, pero ahora en la muy cálida Puntarenas.
Datos de nacimiento y defunción son estos, fechas mudas, como una especie de paréntesis del comienzo y el cierre de una vida, pero que no nos revelan nada de la trayectoria ni del legado de este extraordinario ser humano que fue Karl Hoffmann Brehmer.
No se conoce acerca de sus tiempos de infancia y adolescencia, pero sí de su juventud, cuando sus intereses lo llevaron a la muy prestigiosa Universidad de Berlín para cursar la carrera de medicina, que culminó en 1846, a los 23 años. Sin embargo, sentía gran atracción por el estudio de las plantas, los animales y los volcanes, lo cual fue cultivando de manera paralela a su profesión de médico. Esto le permitió frecuentar los museos de Berlín, donde conoció a destacados científicos y, en algún momento, trabó amistad con el gran naturalista Alexander von Humboldt, el mayor explorador del trópico americano.
De seguro que la lectura de la provocadora obra de Humboldt, así como las conversaciones con él, lo estimularon e indujeron a mudarse a Costa Rica, donde por entonces había una incipiente colonia alemana. Y fue así como este sabio anciano incluso escribió una carta dirigida al presidente Juan Rafael (Juanito) Mora, recomendando a Hoffmann y su colega Alexander von Frantzius, a quienes calificaba de «científicos muy distinguidos y además hombres muy morales, hijos de familias respetables de nuestro país».
Llegados a San José en enero de 1854 junto con sus esposas, ambos se dedicaron a ejercer la profesión de médicos, mientras efectuaban giras y recolecciones de plantas y animales en su tiempo libre.
En esas estaban, felices explorando nuestra naturaleza, cuando en noviembre de 1855 empezaron a correr aciagos rumores. En efecto, el país podría ser invadido en cualquier momento desde Nicaragua por el ejército filibustero de William Walker quien, bien financiado por importantes personajes y sectores de los estados esclavistas sureños, deseaba implantar la esclavitud en los cinco países centroamericanos, así como anexarlos a EE. UU.
La amenaza tomó forma pocos meses después, por lo que el 1° de marzo de 1856 don Juanito llamó al pueblo a las armas. Ante esta ominosa coyuntura, muchos de los alemanes residentes en el país se ofrecieron para ir a defender a su patria adoptiva.
De inmediato, don Juanito aceptó su sincera y valerosa oferta, e incluso nombró a algunos en los altos mandos del ejército, y entre ellos a Hoffmann, a quien designó como Cirujano Mayor del Ejército Expedicionario. Es decir, le tenía tanta confianza, que no dudó en poner en manos suyas la salud de nuestras tropas, sin importarle que fuera extranjero.
A partir de entonces, Hoffmann desplegó sus atributos de excelente y compasivo médico, como lo revelan varios testimonios provenientes tanto de soldados rasos como de oficiales del ejército, quienes atestiguaron sus acciones. Aunque no participó en la batalla de Santa Rosa, ocurrida en la tarde del 20 de marzo, antes de que clareara el día siguiente don Juanito lo envió desde Liberia, para que apoyara al Dr. Cruz Alvarado Velazco. Ahí, en medio del dolor por el fallecimiento de 19 de nuestros combatientes, con gran diligencia él y Alvarado curaron a los 32 que resultaron heridos; murió apenas uno, pero de tétano.
Semanas después, temprano en la batalla del 11 de abril, en Rivas, ante el acecho de las huestes filibusteras, esta vez Hoffmann sí empuñó el fusil, y lo hizo con certera puntería, mientras auxiliaba a los primeros caídos ante la pólvora y los sables filibusteros. Ese fatídico día, en las estrechas callejuelas de Rivas el fuego fue tan intenso, que murieron 136 soldados en pocas horas, a quienes se sumaron nada menos que 300 heridos. Había que atenderlos a como se pudiera, por lo que, ya en la tarde, se improvisó un hospital de campaña en una casa de la ciudad. Ahí estuvieron recluidos 270 de los heridos, hacinados, con poca higiene y sin suficientes medicinas. Al fin de cuentas, y a pesar de esos inconvenientes, junto con sus escasos ayudantes pudieron salvar las vidas de casi todos los heridos; incluso realizó siete amputaciones, técnica en la cual tenía gran pericia.
Sin embargo, mientras estaban en la faena de rescatar vidas, se asomó sigiloso un invisible pero implacable enemigo: el cólera.
Para fortuna nuestra, Hoffmann conocía bien este mal, pues en 1848-1849 había trabajado en un sanatorio berlinés, donde pudo efectuar investigaciones para buscar su curación. No obstante, en aquella época se ignoraba que el agente causal de la enfermedad es una bacteria, cuyo nombre científico es Vibrio cholerae, y más bien se creía que el cólera era causado por miasmas, es decir, vapores provenientes de las aguas estancadas o de cuerpos en descomposición, así como por climas insanos, como el de Rivas en la estación seca.
Esto explica que los altos mandos del ejército tomaran la decisión de repatriar las tropas, sin imaginar que esto más bien favorecería la diseminación del bacilo y provocaría una epidemia en los principales centros de población. Durante tan grave crisis sanitaria, que causó la muerte de unas 10,000 personas, Hoffmann desarrolló y promovió el uso de un preparado, denominado «medicina anticolérica», que consistía en una mezcla de gotas amargas con un licor fino, el cual libró de la muerte a innumerables personas.
Es decir, con gran altruismo y entrega a sus semejantes, el infatigable Hoffmann se dedicó de lleno a salvar vidas. Sin embargo, lamentablemente, no reparó en su propia existencia.
En efecto, ya superada la epidemia, él empezó a sufrir las consecuencias del desmedido y agobiante esfuerzo que hizo tanto en Rivas como en el Valle Central. De manera paulatina comenzó a sentirse débil, mientras su cuerpo se inflamaba, perdía movilidad y sus dedos se endurecían. Ello lo llevó al extremo de quedar incapacitado para seguir activo como médico, lo cual provocó que no contara con ingresos económicos. Para peores, aunque era un hombre ahorrativo, el gobierno le adeudaba el para entonces casi exorbitante monto de poco más de 2700 pesos, pues él pagó de su bolsillo cuantiosos gastos de la Campaña Nacional.
Fue por esto por lo que, enterado de sus tribulaciones, don Juanito gestionó que se le concediera una pensión vitalicia, de 50 pesos mensuales, a partir del 1º de marzo de 1858. El Congreso apoyó de inmediato tan justa como noble iniciativa, al aducir que él prestó sus valiosos servicios a nuestro país «en la época de mayores conflictos de guerra y de epidemia del cólera, que dejarlo sin recompensa sería dar una prueba de que carecíamos de los más nobles sentimientos de gratitud», para culminar señalando que «tantos sacrificios, tanta abnegación en un extranjero, no debe quedar sin recompensa».
Al final de cuentas, en realidad él casi no pudo disfrutar de su pensión, lamentablemente. Esto fue así porque, menos de un año después, a inicios de febrero de 1859, junto con su esposa decidieron mudarse a Puntarenas, al considerar que tal vez el clima cálido podría atenuar el mal que le aquejaba. Sin embargo, tristemente, en esos días recién se había iniciado ahí una epidemia de tifoidea, y ella se contagió. Murió muy pronto, el 12 de febrero, lo cual fue devastador para él. Es decir, lejos de aportarle alivio, la llegada a Puntarenas le acarreó mayores e irreversibles pesares.
Ya sin su amada compañera, su alma estaba lacerada, y no tenía sentido seguir viviendo. Su vida cotidiana se plagó de depresión y postración. Al presentir la cercanía de su final, preparó su testamento, en el cual consignó que, cuando llegara la hora del desenlace, se le enterrara sin pompa alguna, pero sí al lado de su amada Emilia, en Esparza.
En acatamiento de su voluntad, en la mañana del 12 de mayo —exactamente tres meses después de la partida de ella—, una carreta transportó su ataúd hasta el punto donde hoy estamos, para inhumar su cuerpo. Había exhalado su último suspiro la víspera, allá en Puntarenas, en la calle del Estero.
Eso sí, días antes había dictado una conmovedora carta para su amigo don Juanito, a raíz de la elección de éste como presidente de la República por tercera vez consecutiva. En uno de sus pasajes iniciales expresaba que: «Yo también, aunque nacido en un suelo muy distante, pero agradecido a la República que tan benignamente me acogiera, no puedo menos que desear su engrandecimiento, su felicidad». Y la culminaba manifestando que: «he puesto un pie ya en el borde del sepulcro, pero procuro conciliar mis ideas para manifestar mis deseos. ¡Quiera el cielo conservar la vida de Su Excelencia para la felicidad y grandeza de la joven Centro-América!».
Así se cerró la travesía vital de este entrañable ser humano, brillante y acucioso naturalista, así como abnegado médico, siete meses antes de completar los 36 años de vida.
Ahora bien, a partir de ese día quizás nadie reparó en su tumba, la cual de manera inexorable fue erosionada por los calcinantes soles y las inclementes lluvias del trópico. Empero, y hay que decirlo, esa tumba fue más lastimada por la desmemoria y el olvido.
Tan es así, que debieron transcurrir 70 extensos años para que la patria se acordara de él, nuevamente. Y eso ocurrió a propósito de la inauguración del hermoso monumento a don Juanito, frente al edificio de Correos y Telégrafos, efectuada el 1º de mayo de 1929, fecha conmemorativa de la rendición del filibustero Walker.
Para entonces, el gobierno del abogado e historiador Cleto González Víquez encomendó al naturalista Anastasio Alfaro González —director del Museo Nacional—, que viniera a Esparza a localizar los restos del ilustre médico alemán que nos tiene congregados hoy aquí. En esa ocasión, el gobierno argumentaba que «la nación tiene contraída una deuda de gratitud con el doctor Carl Hoffmann por los importantes servicios que le prestó, principalmente como cirujano mayor del ejército en la guerra nacional».
En efecto, Alfaro cumplió a cabalidad la tarea asignada. El propio día en que vino a Esparza, en su libreta de campo anotó lo siguiente: «Domingo 21 de abril de 1929. Tenemos localizadas las tumbas del Dr. Hoffmann y señora; llevaré lo que haya de ambos». Narra su hija Isabel Alfaro de Jiménez que, al consignar eso, de tan impresionado que estaba, «su escritura firme y clara cambia; el trazo es tembloroso, las letras desiguales, fuera de línea». A la mañana siguiente, en presencia de más de 30 personas, se abrió la fosa. Hecho esto, Alfaro anotó que aún quedaban restos del uniforme de teniente coronel con el que Hoffmann fue enterrado, posiblemente por decisión propia, y para testimoniar que hasta su último día de vida fue un soldado al servicio de Costa Rica.
Asimismo, un hecho a resaltar es que, cuando Gonzalo Marín —director de la escuela local— se enteró de la exhumación, al mediodía convocó a un breve acto cívico en la escuela, después del cual los maestros y los niños se desplazaron hasta la jefatura política, donde un pequeño féretro contenía los restos de los esposos Hoffmann. Colocados los niños alrededor de éste en grupos de cuatro, le hicieron guardia de honor. Además, la escuela envió una corona, y los niños trajeron flores de sus casas y las colocaron sobre el ataúd.
Trasladados por tren a la capital el martes 23, los restos fueron recibidos en la Comandancia de Plaza, donde se mantuvieron custodiados hasta el domingo 28, cuando a partir del mediodía fueron expuestos en capilla ardiente y velados por oficiales del ejército.
Al día siguiente, al ser las nueve de la mañana, en la Plaza de la Artillería se detonaron tres cañonazos, para anunciar el inicio del cortejo hasta el Cementerio General, y de inmediato se colocó el pequeño ataúd sobre una cureña. En el desfile, que duró hora y media y fue presenciado por miles de personas, figuraban una banda militar, comitivas de estudiantes de secundaria y de policías, miembros de infantería y artillería del ejército, los jerarcas de los supremos poderes, el presidente de la República y su gabinete, los comandantes de plaza, algunos embajadores y los miembros de la colonia alemana.
Ya en el cementerio, tuvo lugar una emotiva ceremonia, que se prolongó por otra hora y media, y en la cual hubo varias alocuciones. Como culminación, en el momento exacto en que el ataúd era enterrado en la tumba construida con tal fin, se escucharon tres cañonazos, seguidos por siete disparos de rifle, para completar así el protocolo con el que se tributan honores a un General de Brigada.
Así que, depositados en esa sobria tumba de mármol asignada por el gobierno, ahí han permanecido desde entonces, y permanecerán para siempre, las cenizas de los esposos Hoffmann.
Sin embargo, hoy, a casi un siglo de distancia, tomamos una iniciativa complementaria, que es la que nos tiene reunidos aquí.
En efecto, en este camposanto —que en 1992 fue declarado Monumento de Interés Histórico Arquitectónico—, desde hace 94 años no quedó huella alguna de que aquí estuvieron enterrados por 70 años los esposos Hoffmann. Y es por eso por lo que nos propusimos restituir tan importante hecho, al menos de manera simbólica, con la colocación de una lápida o monolito conmemorativo.
Y lo develamos hoy, 7 de diciembre de 2023, en el día exacto en que se cumple el bicentenario del nacimiento del Dr. Hoffmann, como un proyecto de la Asociación La Tertulia del 56, que se dedica al rescate de la memoria y el legado de los héroes de la Campaña Nacional.
Asimismo, a su llamado respondimos con presteza seis patriotas —todos presentes esta mañana aquí—, para financiar dicha lápida; la Municipalidad de Esparza, representante de la comunidad que por tantos años acogió los restos de los homenajeados; y la Universidad Técnica Nacional (UTN), auto declarada Universidad Morista, y cuya Cátedra Juan Rafael Mora Porras funciona en su Sede del Pacífico, en Puntarenas, lugar donde murieron tanto don Juanito como los esposos Hoffmann. Asimismo, con gran compromiso, se sumó el Instituto Tecnológico de Costa Rica, cuya editorial publicó nuestro libro Karl Hoffmann, médico y héroe en la Campaña Nacional, que será presentado esta noche en Puntarenas.
Para concluir, confiamos en que este hermoso monolito de molejón rosado, esculpido con esmero por el hábil marmolista josefino Manuel Antonio Coto Astorga, soportará todo embate y estará aquí hasta el final de los tiempos. Pero, a la vez, quisiéramos que igualmente firme y duradera sea la memoria del Dr. Hoffmann y de su esposa Emilia, a quien tanto le debemos también.
No obstante, es a nosotros a quienes nos corresponde preservar, honrar y divulgar su legado, como una inagotable fuente dónde abrevar, sobre todo en momentos en que —amenazada por foráneos o por malos hijos—, la patria nos convoque de nuevo en su defensa.
Y, entonces, imbuidos de su ejemplo, que desde cualquier trinchera que ocupemos, podamos responder a su llamado, como el Dr. Hoffmann nos enseñó que se debe hacer.
- Escena de la batalla de Rivas. Fuente: «Frank Leslie᾽s Illustrated Newspaper»
- Lápida conmemorativa del Dr. Karl Hoffmann, en el momento de ser develada. Foto: Verónica Solórzano
- Retorno de las tropas, con muchos combatientes enfermos del cólera. Fuente: «Frank Leslie᾽s Illustrated Newspaper»
- Inscripción en la parte posterior de la lápida conmemorativa del Dr. Karl Hoffmann. Foto: Luko Hilje
- El Dr. Karl Hoffmann, ya enfermo, c. 1857. Cortesía: Silvia Meléndez
- Lápida conmemorativa del Dr. Karl Hoffmann, cubierta con la bandera de Costa Rica, antes de su develación. Foto: Luko Hilje
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Resumen
El río San Juan, que junto con el lago de Nicaragua forman un canal interoceánico natural casi completo, siempre estuvo en la mira de grandes potencias mundiales, debido a su valor geoestratégico. Por tanto, fue un elemento clave en las pretensiones expansionistas del líder filibustero William Walker quien, con el apoyo de los esclavistas del sur de EE. UU., se proponía conquistar las cinco repúblicas centroamericanas y anexarlas a dicho país. Aunque desde 1856 Walker tenía bajo su dominio tan importante ruta acuática, durante la primera etapa de la Campaña Nacional de 1856-1857 no se le combatió ahí, pues se sabía que invadiría Costa Rica por Guanacaste. No obstante, en la segunda etapa los mayores esfuerzos del ejército costarricense se concentraron en sus aguas, para disputarle los bastiones militares de La Trinidad, el Castillo Viejo y el fuerte de San Carlos. Para ello hubo que incursionar en el río San Juan a través de sus dos mayores afluentes, el San Carlos y el Sarapiquí, lo que representó grandes desafíos, pues los soldados costarricenses no tenían experiencia en combates fluviales, ni tampoco en una región tan desconocida. Para entender lo ocurrido entonces, en este artículo se presenta un análisis —basado en varias fuentes documentales y en visitas a ambos ríos— de los factores políticos, geográficos y humanos que propiciaron que dichos ríos fueran clave para que la región del norte de Costa Rica se convirtiera en un escenario determinante en la defensa de la libertad y la soberanía de los países centroamericanos.
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